10.10.13

Tus semillas


He acabado haciéndome amiga de una imagen: Me veo con un catalejo buscando a mi alrededor. ¿Qué busco? Respuestas, razones de lo que pasa, justificaciones, excusas, milagros… Y en un momento determinado, agarro el catalejo y lo doblo hasta que adopta forma de U y el extremo que quedaba lejos de mí señalando al horizonte, apunta a mi corazón. Para doblarlo de esa manera necesito una fuerza inmensa. Me paso horas, a veces días, venciendo una resistencia feroz. Por alguna razón, mi ser prefiere buscar afuera lo que ahora ya sé que está dentro. Recuerdo que leí hace tiempo “todo está en tu interior”, pero ni lo entendí ni me lo creí. En más de una lectura vislumbré que el alma de todo ser humano es un pozo de sabiduría y guarda registradas no solo las experiencias de sus ancestros sino también las lecciones que hubiesen extraído de ellas. Aun así, el catalejo se resiste, pues cada vez que encuentra las razones fuera de mí, no tiene necesidad de asumir responsabilidad alguna y eso le encanta. 


Cuando, por el contrario, se enfoca en mi corazón y encuentra ahí las preguntas, las respuestas, los interrogantes sin responder y los efectos de todo ello, entonces no tengo más remedio que aceptar que soy responsable de lo que hago. No de lo que me ocurre, pero sí de lo que hago con lo que me sucede. Y nada de lo que me pasa es superior a lo que puedo procesar. La mitad de mi existencia me ha convencido de que cada uno está perfectamente dotado para hacer frente a aquello que le depare la vida. Creo que es en la Biblia donde se dice “no seréis probados por encima de vuestras fuerzas”. Mi madre lo decía a su manera: “¡Que Dios no nos mande todo lo que somos capaces de soportar!”, como si fuéramos sufridos esclavos a los que el amo se complace exprimiendo. 


Ahora lo veo desde otro lado: cuando la vida me lleva al límite, tomo conciencia de la cantidad de recursos que hay ahí todavía sin estrenar y, si me los creo, soy capaz de dar mi mejor versión. Al mismo tiempo, me doy cuenta de que es una lástima que hayan estado tanto tiempo ociosos, sin beneficiarme a mí ni a los que amo. 

Si soy capaz de atravesar el dolor, el desconcierto, la rabia o el desánimo que me produce una situación determinada, encuentro mi tesoro. Aquello que estaba en mí desde que nací y que yo ignoraba. Tal vez alguien me lo había sugerido alguna vez, pero yo había desechado rápidamente su comentario calificándolo de espejismo. Quizás yo misma había intuido una capacidad, un talento o una fuerza determinada que apuntaban, pero al instante mi saboteadora interna las descartaba como producto de mi imaginación. 


Mi tesoro es, pues, una caja de semillas sembradas en mi desde el principio. Cuanto antes las descubra, antes me beneficiaré y se beneficiará el mundo de sus frutos. Y cada nueva experiencia que me traiga la vida es una oportunidad para echar mano de esas semillas y hacerlas fructificar. A estas alturas ya tengo algún arbolito y plantas todavía tiernas que he descubierto de manera tardía. Pero sé que hasta el fin de mis días habrá semillas de mí que me sorprenderán. ¿Por qué esperar a que sea una situación extrema la que me empuje a ocuparme de ellas y darles vida y función? Cada semilla es una pieza de mi puzle y mi vida adquiere sentido a medida que las voy aceptando como mías y descubriendo que su destino está fuera de mí. Que sus raíces están en mi ser, donde alguien las plantó, y que crecen hacia el cielo, en busca de los demás. En contra de lo que dijo alguien (que también tenía razón), el cielo son los otros.