31.1.14

¿Qué necesito para amar?


Habrá muchas, muchísimas personas que no estén de acuerdo con esta afirmación: “El amor, si no es excesivo, no es suficiente”. Pero mi realidad es ésta: ha sido el “exceso” de amor recibido el que me ha ido curando de mis carencias y el “exceso” de amor o el amor sin cálculos que yo he dado el que me ha ido haciendo consciente de quién soy y de hasta dónde puedo llegar. Vislumbro de pronto la parte del trayecto en la que me hallo: Ahora me toca “amarme en exceso” a mí misma, para compensar todo mi propio desamor. Tener un amor excesivo por mí significa en la práctica darme gustos, actividades, contacto con personas, oportunidades, sin dejar que una voz interna se crea con derecho a decidir si lo merezco o no. Darme permiso para vivir la vida que quiero sin restricciones.

Amor “excesivo” conmigo misma es, precisamente, darme más de lo que creo merecer, abandonar para siempre los criterios de merecimiento, porque si no recibo la dosis excesiva de amor, no podré amar en exceso, que es lo que más deseo en este mundo. El amor “excesivo” de Dios y de las personas que me quieren de verdad no basta para “configurar mi software” de manera que sea capaz de amar de esa manera. Yo misma debo participar en ese exceso de amor por mi. “En exceso” no se refiere solo a amarme gratuitamente, sino a amarme sin calcular, sin decir hasta aquí he llegado, brindándome siempre una oportunidad más, no dándome nunca por perdida. Es ir más allá de lo que humanamente parecía razonable: el 70 veces 7 de la Biblia a la hora de perdonarme a mí misma y el gozo del padre en la parábola del hijo pródigo que se vuelca en darle toda suerte de reconocimientos al vástago que lo abandonó y despilfarró su fortuna sin siquiera mencionar los “errores” cometidos por él. ¿Eran errores? ¿O eran pasos necesarios para encontrar su verdad? ¿Qué cambia en mi vida si contemplo todos los “errores” o “rodeos” de mi existencia como si hubiesen sido pasos necesarios para llegar a mi verdad? Dejo atrás los reproches, los lamentos, los autocastigos y valido mi vida.

¿Qué es entonces amar en exceso? Amarlo TODO sin condiciones, los supuestos errores también. Y abrazarlo. Amarme sin condiciones es abrazar sonriendo toda mi historia, TODA, contenta de que me haya traído a donde estoy ahora y sin darle más vueltas a los cómos y porqués.

Amarme en exceso es bendecir todas las opciones tomadas: aquellas que durante un tiempo he considerado actos de cobardía, de soberbia o de ignorancia y validarlas como parte del proceso necesario en el camino hacia mi plenitud.

Si logro hacer esto conmigo, decir “TODO está bien”, aunque mis categorías mentales clasificarían muchas partes de este todo como inservibles o erróneas, puedo hacerlo también con otras personas. Escuchar sus historias personales, hasta el último y más horrible detalle y validarlas con mi aceptación incondicional de cada momento, de modo que les sirvan de base para seguir avanzando, o para empezar a construirse desde el amor, aunque haya cimientos profundos de desamor. Abrazar con amor “excesivo” esos cimientos los transforma, los capacita para sostener una vida amorosa, que pueda dar y recibir “en exceso”.



Es esta desmesura conmigo misma la que me rescata y puede rescatar a otras personas de la desesperanza, de la falta de energías y de sentido para amar. Es esta la verdad a la que quiero ser fiel hasta la muerte. Y creo que seguirá siendo válida, tanto más válida, una vez traspasado el umbral.

20.1.14

¿Cómo nutro mi ser?

Me pregunto:
¿(Te) Doy lo que tengo?


¿(Te) Entrego lo que soy?

Ser es entregarse.

Somos entregándonos.

Soy entregándome.

Puedo entregarme cuando me poseo.

Me poseo solo si he tomado posesión de mí.

Tomar posesión de mí es entrar y reconocer que esta “casa” es mía, es mi hogar, mi nave, mi templo, y, acto seguido, asumir la responsabilidad.

Soy responsable de lo que hago con lo que ocurre, no de lo que ocurre.

Cada día de la vida es una bandeja de posibilidades, oportunidades, retos. Yo elijo, y mi actitud puede convertirlas al instante en limitaciones, problemas, obstáculos. 

Todo depende de mi mirada.

Todo depende de mi ser.

Nutro mi ser cuando reconozco que es único, original y que su presencia en este mundo tiene un sentido, aunque a veces el sentido se me escape.

Nutro mi ser cuando le doy el silencio, el reposo, la calma y la alimentación que necesita para regenerarse y reconectarse.

Nutro mi ser cuando sonrío y le envío confianza en la vida, cuando me río a carcajadas y experimento alegría de vivir, incluso en momentos aparentemente triviales o radicalmente tristes.

Nutro mi ser cuando me dejo amar por lo que soy, independientemente de mis logros o mis fracasos.

Nutro mi ser cuando me amo a mí misma y reconozco todo lo que se he me ha dado para ser, a su vez, entregado.

Nutro mi ser cuando me entrego y experimento el gozo de dar sin perder, de multiplicar lo que soy y tengo por el mero hecho de compartirlo. El gozo de ensancharme por dentro sin esfuerzo y llenarme de una ligereza que me lanza a transitar por la vida con una libertad recién estrenada.

Nutro mi ser cuando constato que el fin no está en mí sino en los otros, pero pasa, gozosamente, por mí. Y permito agradecida que la vida pase a través del ser y escriba mi historia con mi complicidad.

Nutro mi ser cuando observo, cuando dejo que las cosas pasen y confío, cuando limito al mínimo mi intervención, pero en esa intervención pongo mi máxima presencia.

Nutro mi ser cuando en la intimidad de la mañana o de la noche, lo dejo abrazar por un amor más grande y me doy cuenta de que ese mismo amor me constituye, me define, me posibilita ir más allá de lo que pensaba o sentía y me lanza a un destino que aparentemente no he elegido, pero que me corresponde desde el principio de los tiempos.

Nutro mi ser cuando abrazo mi vulnerabilidad sin miedo ni vergüenza y constato que en esa aceptación de mi totalidad reside mi fuerza y mi sentido.

Entonces, y solo entonces (te) doy lo que tengo, (te) entrego lo que soy.

17.1.14

No se trata de "ser buenos", sino de abrir el corazón


Cada año, cuando se acercan las fiestas navideñas me encuentro con alguna persona que reniega de que sea éste un tiempo para ser buenos “oficialmente”, para practicar la solidaridad y promover la paz. Suele añadir que ella no se apunta a lo que parece una farsa, porque una vez pasadas las fiestas, el mundo sigue exactamente igual. No diría yo que el mundo sigue igual, porque recibir un regalo cuando un niño -o un adulto- está convencido de que no va a llegar ninguno puede cambiarle la vida y la esperanza . O bien tener para comer porque alguien se ha acordado de ti cuando pensabas que no habría nada que llevarse a la boca, deja una huella grabada para siempre en el alma con el sello inconfundible de la gratitud. Y no cabe duda de que la esperanza y la gratitud cambian vidas. Pero entiendo lo que quieren decir estas personas cuando dicen que el amor que predica la Navidad les parece un amor de quita y pon cuyo único objetivo es tranquilizar conciencias.




Sin embargo, podríamos leer esa propuesta como una invitación a abrir el corazón, a dejar de vivir desde la mente en donde nos refugiamos blindando todos los sentimientos porque no nos vemos capaces de manejarnos bien en lo emocional. Una invitación a acoger la emoción del otro en lugar de querer entenderla, juzgarla, interpretarla. Y permitir que aflore mi propia emoción, con el único propósito de compartirla, de que llegue al otro. ¿Qué ocurre cuando las vibraciones de dos corazones se encuentran? Ocurre la magia de la comunicación. Sin palabras. Lo mental suele enredarse en verborreas. Para lo emocional bastan los ojos y la boca, las manos y los brazos, el cuerpo todo dejándose invadir por una emoción propia o ajena y sacándole todo el partido posible, es decir, tomando de esa experiencia toda la energía que necesitamos para proseguir nuestro camino.



Esa energía es luminosa, y por eso las personas que se atreven a vivir desde el corazón irradian. Las emociones son gasolina para nuestro ser. Cuando las amordazamos racionalizando, argumentando, negándolas, huyendo, nos quedamos sin fuerzas y el avanzar por la vida se convierte en algo pesaroso y agotador. La mente, por potente que sea, tira de nosotros solo hasta cierto punto. Más allá de él, se produce el derrumbe, no estamos hechos para funcionar solo mentalmente. Cuando es el corazón el que tira, el que decide y la mente se limita a ejecutar, no nos desfondamos y las cosas van encajando. Pero cuando entregamos a la mente el poder de decidir, nos desconectamos de nuestro ser y nos encontramos cuestionados por una realidad que no responde a nuestros deseos más profundos. La mente se ocupa bien de las cosas que están en la superficie, no de las que discurren por lo más hondo. Y es en lo profundo donde nos jugamos la vida.



El corazón es como una gran antena que percibe y emite sin filtros. ¿Quién se atreve? ¿Quién está dispuesto a escucharse, a respetar lo que percibe, a darle nombre y permiso para que salga? ¿Quién está a punto para recibir lo que el otro envíe desde su corazón, sin pasarlo por el filtro de sus creencias, de sus opiniones, de sus pensamientos? ¿Es posible hacer algo así? ¿Qué nos los impide? Tal vez el miedo a nuestras propias emociones, a no saber desenvolvernos en ese terreno, a perder el control. ¿Qué control? me pregunto. ¿Cuántos sustos más tendrá que darnos la vida para que tomemos conciencia de lo poco que controlamos, de que se trata más de acoger lo que va llegando y descubrir su significado que de controlarlo. Ya lo decía Viktor Frankl, cuando reflexionaba sobre el hombre en busca de sentido: Hacemos continuas preguntas a la vida y le pedimos respuestas. Y, en verdad, lo que más nos ayuda a encontrar sentido es dar nosotros respuesta a lo que la vida nos va trayendo. 



Por eso hoy propongo una tregua para nuestras mentes. Proclamo la necesidad de devolver al corazón su protagonismo en nuestras vidas, no porque tengamos la obligación de ser buenos en virtud de unas fechas determinadas, sino para conocer nuestra profunda bondad y ver qué hacemos con ella. Salir a la calle no pensando sino queriendo captar lo que hay en los otros y permitiendo que salga lo que late en el fondo de mí sin miedo a comprobar qué pasa. Probablemente descubramos que no hay que hacer tanto esfuerzo, que el impulso es natural, y que lo que lo hace tan costoso muchas veces, es que lo pasamos por el raciocinio, donde pierde todo su candor y su fuerza.



Todo ser humano tiene buenos sentimientos. Cualquier época es buena para descubrirlos, reconocerlos, manifestarlos, compartirlos, multiplicarlos al unirlos a los de otros. ¿Por qué no hacerlo ya? ¿Por qué no arriesgarnos a comprobar que esta opción puede ser algo definitivo en nuestras vidas y que no tiene por qué depender de la época del año?