22.12.15

La esperanza es un sí radical




Para quien ha sido criada, como yo, en un entorno cristiano, la esperanza es tan connatural a la existencia que una se olvida de ella, como te olvidas del aire que respiras. Pero ahí está, determinando tu forma de ver la vida, tus decisiones, tus actos, tu forma de amar.

¿Cuándo constato que existe la esperanza? Cuando la pierdo. Al darme cuenta de que las cosas no son como había deseado, tengo dos opciones: aceptarlo o no. Si lo acepto (“esta persona no me quiere”, “no he logrado el acuerdo que pretendía”, “esto no es para mí”) entro en la desesperanza, que es una especie de tristeza en la que puedo bucear hacia abajo hasta hundirme o hacia arriba hasta salir a la superficie. Si me resisto a aceptarlo, me invade la desesperación (“¿por qué no me quiere?”, “¿qué demonios se han pensado para no aceptar las condiciones del acuerdo?” “Por qué yo no y ella si”…). Ambas son posturas mentales, con una diferencia. La no aceptación me impide ver las posibles salidas. Si no acepto, cierro puertas. La aceptación de lo evidente me da la serenidad necesaria para, dentro del dolor, hacer una transformación. Y lo que parecía un callejón sin salida, se convierte en un punto de partida.

¿Es posible aceptar sin más que las cosas no son como habría deseado? ¿Cómo abrazar radicalmente este “no” que me está imponiendo la vida? Creyendo que atesora un “sí” que aún no soy capaz de ver.

Para tener esperanza se requiere humildad. Es decir, creer que no todo depende de mí, que hay factores que se nos escapan y determinan en gran medida nuestras vidas. Confiar en que esos factores, por adversos que puedan parecer, tienen otra cara, cargan realidades de otro signo y por lo tanto pueden ser beneficiosos para nosotros, a veces contra toda evidencia. Si no tenemos miedo de experimentar la desesperanza y aceptamos la vulnerabilidad que conlleva, conectamos con un poder interno que nos capacita para responder a ese momento vital porque que nos da acceso a partes de nosotros mismos que ignorábamos, que nos revelan nuestro poder y nos empujan a ejercerlo. Si te permites la desesperación, si no te censuras por ello y llegas al fondo de la misma, encuentras la chispa de esperanza: ves que el camino no acaba allí, que hay un trecho o un margen que desconocías.

Es en la desolación cuando y donde descubro que puede haber una mirada más amplia, una perspectiva diferente de la que me ha llevado a la oscuridad. Y es ahí donde decido darle -o no- una oportunidad a la luz. La luz está siempre, como está el sol, indefectiblemente, detrás de las nubes.



Entonces descubro que la vida es mucho más de lo que creía, que mi perspectiva era muy estrecha. Que las oportunidades, lejos de haberse esfumado como parece, son todavía infinitas si soy capaz de soltar mi visión limitada de lo que está ocurriendo. Basta abrir la mente : lo que me parecía lo más real del mundo –lo único real- es una mera construcción. Un espejismo. Y toda su aparente complejidad no es más que una forma concreta de mirar. Hay muchas más.

Renacer a la esperanza es encontrar sentido a lo que vivo y soy aunque no sea lo que de entrada deseaba vivir o ser. Y descubrir que esta segunda lectura puede reservarme horizontes infinitamente más ricos.

Lo propio de la esperanza es confiar en la sabiduría interna y en la bondad última del universo. Apuesta radicalmente por la vida, traiga lo que traiga, y me hace ir hacia aquello que me sale al encuentro, convencida de que siempre hay algo más allá de lo aparente. El que dice que tener esperanza es una ingenuidad, desconoce el poder de nuestros pensamientos. Cuando creo en lo que no veo, estoy generando oportunidades, esbozando ya una realidad distinta. Al imaginar nuevas posibilidades, empezamos a crearlas. Ponemos en marcha unas energías diferentes, que nos hacen salir de la situación de parálisis.

Aún tenemos tiempo de hacer una lectura del 2015 en clave de esperanza, leer lo que ha sido este año que acaba desde otra perspectiva. Hay quién se preguntará para qué molestarse, si quedan apenas unos días para que acabe. Esta es mi respuesta: Porque esa nueva versión de lo mismo, nos prepara para un 2016 completamente distinto.

Y para el año a punto de nacer propongo ser como el campesino. Él sabe cuál es su trabajo, pero acepta con humildad que esa es solo parte de la ecuación para recolectar cuando llegue el tiempo de la cosecha. Conoce, acepta y valora los factores que no están en su mano y que tendrán su participación en aquello que persigue. Cree en ellos. Pero sobre todo, cree en el poder intrínseco de la semilla, para germinar y dar fruto. Y aunque todos los elementos se le pongan en contra y pierda la cosecha, al año siguiente, volverá a sembrar.

Por un 2016 en el que sepamos leer todos los signos de esperanza y aceptemos confiados aquello que nos depare la vida.

Marita Osés, diciembre 2015
mos@mentor.es

22.11.15

Creo en el ser humano



Lloré cuando recibí por whatsap la noticia de los atentados de París. Confieso que una furia inmensa empezó a ascender por mi garganta cuando leí los periódicos al día siguiente. Algo dentro de mí me avisó: no te envenenes con esto, porque es este veneno acumulado en el corazón de las personas lo que les hace cometer esta clase de actos. Dejé el periódico sobre la mesa, y respiré dos o tres veces, para llenarme de otras cosas que me permitieran hacer frente a la noticia de una manera distinta. La furia se convirtió en tristeza y en una decisión obstinada y visceral: no voy a poner ni un miligramo más de odio en el mundo. Ya sobra. A estas alturas de mi vida ya sé que el ser humano es mucho más que eso.

Ayer dos hombres golpeados de lleno por la tragedia me recordaban, a través de sus escritos, la bondad fundamental del ser humano. Tras leerlos, la congoja que me lastraba el alma se convirtió en un aleteo de esperanza, pues  su grandeza de corazón me ayudó a entrar en contacto con la mía. Antoine Leiris perdió a su joven mujer en los atentados de París. Ha tomado la decisión de no dejarse vencer por la rabia y el miedo y en un acto de valor y de libertad lo ha manifestado por escrito en Facebook [1] con toda la ternura que merece su hijo Melvil, de 17 meses. En la mismas circunstancias murió Eric, primo de Alexis, cuyo el dolor le empuja a escribir una carta por la paz dirigida a toda la humanidad[2]. Tanto Antoine como Alexis han decidido no odiar, no entrar en la espiral de violencia sino darle otro destino a su dolor.

Me pregunto ¿qué hago yo con mi dolor, con mi miedo, con mi rabia? Porque si no he respondido a esta pregunta tendré que encontrar la respuesta a estas otras: ¿Qué hacen el dolor, el miedo y la rabia conmigo? ¿Qué hacen de mí? ¿Qué hacen de mi vida? Las respuestas reflejan cómo es mi persona. O decido conscientemente lo que hago con estas emociones o me manejan ellas a mí. Toda la barbarie que nos llena de espanto y de la que una y otra vez nos lamentamos se comete cuando estas emociones se adueñan de nosotros.

¿Cuántos años más necesitaremos para darnos cuenta de que siendo esclavos de nuestros cerebros reptiliano y mamífero no damos con las respuestas a los problemas que nos aquejan desde hace siglos? ¿Cuánto tiempo necesitas tú para constatar esto en tu brevísima vida? ¿Cuándo nos daremos cuenta de que tenemos que elevar nuestro grado de conciencia y posicionarnos desde nuestro ser más profundo para poder vivir en paz como todos anhelamos vivir?

Alexis y Eric me devuelven la fe en el ser humano porque apuestan decididamente por el amor. Y no lo hacen desde la inconsciencia, no. Lo hacen cuando el horror ha despedazado sus vidas y los ha obligado a renunciar a parte de sus sueños. Lo hacen desde el dolor. No hay nada tan potente como el dolor para tomar conciencia de las cosas. Las semillas del odio plantadas por otros han estallado en su jardín. Y su respuesta es plantar semillas de amor. Cubrir de flores el terreno arrasado, en lugar de ir a arrasar otros jardines, o incluso el propio. Devolver vida a cambio de muerte. Eligen vivir en libertad, no esclavizados por el miedo.

Cuando leí a Antoine y a Alexis, sentí una admiración infinita y la tentación de pensar que eran seres especiales, de otro planeta. Pero no es cierto. Yo, tú, él, ella somos como ellos. Todos tenemos bondad, amor, valor dentro de nosotros. Si en ocasiones nos vence el odio, el miedo, la ira y la mala sangre es porque, de manera consciente o inconsciente, las alimentamos. Hay que elegir qué parte de ti quieres potenciar, decidir cómo la alimentas y hacerlo sin descanso. Nadie dice que sea fácil apostar por el amor, pero es la única manera de llegar a ser libres de estas emociones que nos esclavizan. No quiero olvidarme nunca más. Porque sé que cuando me atrevo a vivir esta verdad, VIVO, y cuando la niego, entro en una senda que me lleva irremediablemente a la muerte en vida, pues mata lo mejor de mi hasta hacerme creer que no es cosa mía. Llegamos a creer que no es propio de nosotros aquello que más nos define: el amor.

Habrá quien piense que los que así vivimos somos ilusos. A la historia me remito: Llevamos miles de años intentando solucionar nuestros conflictos por la fuerza bruta. Y estamos donde estamos. Lo ilusorio es creer todavía que esa vía tiene posibilidades de éxito. Hay que probar otra. Hay que descubrir de una vez por todas de lo que es capaz el ser humano cuando saca lo mejor de sí.

Antoine y Alexis son una pequeña muestra de ello. En lugar de quejarse del mundo en el que van a vivir sus hijos, plantan las semillas que harán de él un más bello jardín.

¿Quién más se apunta?



Marita Osés

Noviembre 2015






[1] http://www.infobae.com/2015/11/17/1770399-carta-abierta-del-marido-una-victima-los-terroristas-del-estado-islamico


[2] http://www.wkup.org/una-carta-de-alexis-sobre-la-paz/

10.11.15

Sintonizar conmigo antes de conectarme con el mundo


He decidido no dejar el teléfono móvil a la vista cuando me voy a acostar. No quiero que sea lo primero que me encuentro al salir de la cama, para no caer en la acción automática de comprobar si hay llamadas, correos o mensajes nada más levantarme.

Iniciar la jornada pendiente de lo exterior, antes de tomarme el pulso interiormente es empezar cada día la casa por el tejado. Sin darme cuenta -y al final por puro hábito-, doy prioridad a todo lo que ocurre afuera y desequilibro la balanza en mi contra ya de buena mañana.

Antes de mirar el móvil, me hago un par de preguntas:

¿Qué hay en mí que requiere atención hoy? ¿Qué me están diciendo mi cuerpo, mi estado de ánimo, mis sensaciones, recién despertada? Antes de conectar con responsabilidades, obligaciones y planes ¿qué tal si conecto con mi ser? ¿Qué whatsapps o mensajes me está mandando o están ya en las bandejas de entrada que son mi corazón y mi mente? ¿Sé descifrarlos?

Vale la pena escuchar lo profundo, no quedarse con el primer mensaje, que suele ser repetido y monótono, como un contestador automático: tengo sueño, ojala no tuviese esta reunión a primera hora, cené demasiado, no voy a tener tiempo de hacer todo esto, otra vez de lluvia, qué frío, qué calor. De acuerdo,

¿y qué más?

Si atravieso este bosque de primeras sensaciones, sobre todo si son negativas (es muy revelador averiguar de dónde salen, pero para eso necesitamos más tiempo), conecto con otro nivel, otra vibración más interna. Reconozco esa parte de mí, le doy los buenos días, y le pongo nombre a ese río que fluye por debajo de la superficie: alegría, expectación, desánimo, rabia, enfado, entusiasmo, decepción, hartura, gratitud, confusión…lo que sea. Se trata simplemente de constatarlo, y, a ser posible, aceptarlo, sin intención de cambiar nada. Una de las paradojas más sorprendentes de la vida es que cuando acepto algo tal como es, este algo se relaja y se transforma. Y el fruto de esa transformación suele ser precisamente aquello que nuestro ser profundo anhela. A continuación, reconocer que probablemente tengo razones para estar como estoy y tomar conciencia de que ese va ser el filtro a través del cual voy a percibir toda la jornada. Eso que hay en el fondo va a ser el sesgo o la perspectiva con la que viviré todo lo que me suceda hoy, aunque tal vez no vuelva a acordarme de este estado interno que lo provoca.

Basta prestarle atención unos segundos, para sentir que estamos al mando. Es decir, para no alimentar aquello que hemos visto y que no nos gusta o, por el contrario, para potenciar lo que sí nos interesa.

Este rato que me dedico antes de mirar el móvil es decisivo, porque determina qué parte de mi voy a potenciar. Si le doy suficiente espacio a mi verdadero ser, no dejo que el ego se apodere de mí. Es fácil saber cuándo estamos en manos del ego, porque aunque parezca muy audaz, incluso arrogante, el origen de su actuar está siempre en el miedo. Miedo a desaparecer, a perder, miedo a no saber, a equivocarse. El ego teme. Por eso siempre controla, protege, hace. Por el contrario, el ser auténtico confía, facilita y permite que las cosas sucedan, espera y, sobre todo, ama. Ama lo que es y lo que hace.

Una vez me he centrado, consulto mi móvil, y toda la información que entre en mi a partir de ese momento, estará filtrada por el estado de ánimo que he decidido favorecer. Seré mucho más proactiva que reactiva.

Esos minutos dedicados a sintonizar conmigo determinarán a lo largo del día la calidad de mis acciones y, sobre todo, de mis relaciones. Merece la pena.

Marita Osés
Noviembre 2015

20.10.15

Juntos… ¿somos mejores?



“No sé si estamos sacando lo mejor el uno del otro”, 

me dice una persona que se siente insatisfecha de su relación de pareja. Cuando profundizamos en los motivos de su insatisfacción, formula claramente los aspectos de la convivencia que le gustaría mejorar. A continuación, abordamos qué podría hacer ella para modificar eso que no le gusta. En ese momento, percibo una resistencia, como si no desease en realidad provocar esos cambios que al inicio de la conversación parecían imprescindibles para la continuidad de la relación. En el fondo de esa resistencia, confiesa un miedo a incomodar, a ser un incordio, a perder la armonía entre ellos -aunque sea una armonía aparente-, por el mero hecho de poner las cartas sobre la mesa y proponer alguna novedad en beneficio de ambos.

Constato una tendencia -más frecuente en las mujeres que en los hombres- a preocuparse tanto del “bienestar” del otro, que nos olvidamos del nuestro. En el caso que comento, la persona siente un deseo completamente normal de disfrutar de una comunicación más plena con su pareja, de una vida más compartida, de abandonar ciertos hábitos que deterioran la calidad de la relación, costumbres de otras épocas que lastran la fluidez. Pero antepone la necesidad de tranquilidad y armonía de su consorte hasta tal punto que renuncia a sus deseos lícitos y seguramente positivos para ambos. Para renunciar a ellos, los relativiza, incluso los ridiculiza y acaba desdibujándose. Si ella no respeta sus propios deseos, ¿cómo va a respetarlos el otro? Lo que le está ocurriendo en realidad es que ese miedo a “incordiar” a su compañero no le permite ser la que es frente a él. Lo que ella detecta como insatisfacción con su pareja es, en primer lugar, insatisfacción consigo misma, aunque se manifieste en la relación y lo más fácil sea echar las culpas al otro. Por supuesto, la relación se resiente.



Probablemente, cuando se atreva a luchar por lo que anhela, llenará de sentido su convivencia y enriquecerá la vida de ambos, entre otras cosas, porque al hacerlo se autoafirmará y crecerá como persona. La incomodidad o el desencuentro puntual es un precio que hay que pagar para llegar a una paz bien cimentada en la que no hay tensión.



La primera que tiene que sacar lo mejor de mí misma soy yo. Y también me corresponde saber cuándo saco lo peor, en qué circunstancias salen mis demonios y ocuparme de ellos. Y, por supuesto, conocer qué otros factores propician que salga el ángel que llevo dentro y favorecerlos. La relación de pareja ya tiene bastantes responsabilidades y cargas como para que la sobrecarguemos con las que son responsabilidad exclusiva de cada uno. ¿Quién ha dicho que es el otro quien tiene que sacar lo mejor de mí? Si yo saco lo mejor, nadie más tiene que hacerlo. Y de paso relevo a mi pareja de esa tarea.

Que sea su mera presencia, su modo de estar en el mundo lo que resulte transformador para mí, sin necesidad de intervenir, hacer, manipular. Lo que mi pareja irradia, me resuena o me rechina, me agrada o me molesta, y es tarea mía decidir qué hago al respecto, o dicho de otro modo, cómo lo utilizo de la mejor manera. Cuando nos hacemos de espejo y aceptamos aprender el uno del otro, crecemos. Si soy una persona muy previsora y estoy junto a una improvisadora empedernida, puedo elegir entre ponerme nerviosa con su falta de previsión o aventurarme a improvisar, y tal vez descubra habilidades mías que ignoraba. Si soy una persona tímida para las distancias cortas y mi pareja es hipersociable, puedo elegir entre acomplejarme o aprender a relacionarme desde la confianza, viendo cuál es el aprendizaje que puede hacer cada uno en ese campo.

Solo yo decido si estar junto al otro me potencia o me invalida. Si queremos avanzar, mejor no eludir esta decisión.

Marita Osés
Octubre 2015

14.9.15

Abraza tu identidad y estalla de gozo




Cuando sabemos el gozo que da descubrir nuestra identidad, dedicamos tiempo y energía a conocernos más. Cuando experimentamos la plenitud que da ser quienes somos de verdad, no perdemos un minuto más inventando personajes o preocupándonos de las apariencias. La vida se convierte en un continuo materializar la esencia que siempre ha estado ahí. Vivir es hacer tangible lo sutil. Que sea sutil o incorpóreo no significa que sea frágil. Esa identidad es precisamente lo que más solidez nos da, lo que nos estructura, nos consolida y nos hace sentirnos alguien concreto y verdadero. Ya no necesitamos estar siempre pensando en lo que tenemos que hacer. Lo que hacemos se convierte en la expresión de lo que somos, porque una vez has tomado consciencia de tu ser, éste no puede dejar de manifestarse.

Al final de una sesión de coaching, pregunto a la persona que tengo delante cómo se siente. Es pregunta retórica, pues su gran sonrisa y sus ojos achispados lo dicen todo. Aun así, quiero que formule en palabras la alegría que irradia, para que al hacerlo descubra de dónde procede. Antes de contestarme, gesticula como tomando piezas imaginarias que estuviesen frente a ella y luego hace un ademán de encajarlas con determinación y convicción. “Me siento como si hubiese montado un puzle mágico”, me dice. “Tomo piezas que están ahí desde hace tiempo, a las que no hacía ni caso, y las junto y construyo un todo que adquiere colorido y del que salen estrellas y arcoíris. Una vez armado el puzle, me siento en casa, es mi hogar.”

¡¡Bingo!!

Por fin se ve a sí misma, porque ha desechado los filtros que no le permitían reconocerse. Atrapada en ellos, descartaba muchas de sus cualidades simplemente porque no se ajustaban a los criterios en los que había sido educada, o que la sociedad actual impone como ejemplo de éxito. Cada filtro que aparta elimina también un juicio negativo sobre sí misma y, aunque parezca paradójico, con ello se hace justicia. Una vez limpia la mirada, ve aquellas partes de sí que en otro tiempo había criticado o ignorado. Las recoge, las aprecia, saborea la maravilla de haberlas recibido y se hace el regalo de aceptarlas como suyas. Ese todo es ella, hace mucho tiempo que lo es, pero no se había dado cuenta. Miraba las piezas de otras personas, se admiraba de cómo encajaban y de cómo funcionaban las vidas ajenas. Pero tan absorta estaba en ello que no se ocupaba de las propias. Hoy ha entrado en ese espacio interior y ha visto sus propias piezas. Al verlas, reconocerlas, alegrarse del conjunto que forman, se convence del sentido que tienen. Y es el sentido lo que la lleva a actuar, no la obligación, la responsabilidad o la necesidad de justificar su existencia.

Todos necesitamos un espejo en el que mirarnos. Un amigo, una pareja, un familiar, un coach o incluso un extraño. Alguien que nos preste su mirada y nos ayude a reconocernos y a sentirnos contentos con lo que hay en ese espacio interior - único en cada uno de nosotros-, en lugar de suspirar por lo que no somos o tenemos.

“Cuando escuchas generosamente a las personas, pueden oír la verdad que hay en sí mismas, a veces por primera vez”, dice Rachel Naomi Remen.

Culpamos a la sociedad, a la política, al sistema de la desmotivación de chicos y grandes. No digo que no tengan su parte de responsabilidad. Pero lo realmente decisivo en la vida de una persona se encuentra dentro. Estamos desmotivados, nos sentimos impotentes, o nos dejamos invadir por la negatividad porque ignoramos la riqueza que guarda nuestra alma. Entrar en uno mismo y descubrir el tesoro que escondemos, la cantidad de dones que están a nuestro alcance para lanzarnos a vivir el misterio de la vida es una alternativa mucho más práctica que buscar afuera las motivaciones de nuestro hacer. Los padres se cansan de inventar estímulos para sus hijos, los líderes incentivos para sus seguidores, la sociedad señuelos para mover a las masas. Y ni los hijos, ni los seguidores, ni las masas acaban de ponerse en marcha. Sin alegría de ser, no brota el compromiso.

Es el feliz descubrimiento de lo que hay dentro, pugnando por salir, lo que nos impulsa a caminar. El autoconocimiento no es pues una pérdida de tiempo. Entrar en contacto con esa verdad que es nuestra identidad es una fuente de energía inagotable, porque es fuente de sentido. 
Por eso, entra en ese espacio interior, aunque te asuste el silencio, o bien mírate en los ojos de alguien y descubre quién eres. A continuación, abraza tu identidad y estalla de gozo.



Marita Osés

8 septiembre 2015

5.7.15

Tu salud es tu responsabilidad





Cuando me diagnosticaron un cáncer de mama hace 4 años, no dudé ni un instante en ponerme en manos de la sanidad pública de mi país. Aprecié la profesionalidad, la atención y el afecto con que me trataron, imprescindibles en esos momentos en los que la noticia inesperada hace que te sientas de golpe sumamente vulnerable. Agradecí en especial la labor de la cirujana que volcó toda su pericia y su sensibilidad femenina en la intervención, de modo que redujo al mínimo las cicatrices y su visibilidad.

Resultó ser un tumor de apenas siete milímetros que pudo extirpar con los bordes limpios y tuve la suerte de que los ganglios no estuviesen afectados. El pronóstico era muy alentador. Así que una vez repuesta de la operación, cuando me dijeron que tenía que soportar 33 sesiones de radioterapia y luego hacer tratamiento hormonal durante cinco años, me pareció algo desproporcionado.Como matar moscas a cañonazos. Puesto que tanto la radioterapia como el tamoxifeno pueden tener graves efectos secundarios, manifesté mis reservas y expuse cómo estaba luchando yo contra el cáncer.De nada sirvió explicar que ya había introducido muchas novedades en mi vida que iban a favor de mi salud: modificar radicalmente mi dieta para alcalinizarla, caminar una hora diaria, meditar y hacer taichí, trabajar en lo que me gusta, sentirme agradecida todas las mañanas y tomar medicación homeopática. La respuesta a mi “ingenuidad” fue una mirada condescendiente que venía a decir: “Esta pobre se piensa que por dejar de comer carne y hacer ejercicio regular se va a curar del cáncer” y dieron por zanjada la cuestión afirmando que no conocían ningún estudio que demostrase científicamente que mis remedios fueran eficaces contra esta dolencia.

No logré convencerles de que para mí el cáncer ha sido un mensajero y que he entendido el mensaje. Se ha convertido en mi aliada. Me ha ayudado a darme cuenta de patrones de comportamiento que sólo me perjudicaban y me ha impulsado a vivir de una manera que me acerca mucho a la plenitud que siempre había anhelado. La enfermedad ya ha cumplido su misión de restablecer el equilibrio en mí, y por lo tanto, no tiene por qué molestarme más. No me lo tendrá que decir de manera más contundente, es decir, irrumpiendo con más virulencia en mi vida.

La anatomía patológica de mi tumor decía que era del tipo hormonodependiente en un 90%, por lo que el tamoxifeno tenía la misión de inhibir la producción de hormonas que pudieran alimentarlo de nuevo. Entre otros efectos indeseables que quedan descritos en el prospecto del medicamento (y que el médico me prohibió leer), está el engrosamiento de la pared del útero que puede llevar a la formación de un tumor (¿desvestir a un santo para vestir a otro?). Algo dentro de mí me decía que no lo tomase, pero la angustia de mi marido ante la posibilidad de que la enfermedad se reavivase hizo que me plegara a su deseo y empezase a tomar lo que me habían prescrito. Entré drásticamente en la menopausia y al poco tiempo desapareció el deseo sexual.Por fortuna ya había entrado en la dinámica de ver más allá de lo evidente: lejos de desanimarnos, la desaparición del deseo nos ayudó a reinventar nuestra sexualidad. Admito que finalmente tengo algo que agradecerle al tamoxifeno.

Cuando las paredes del útero se habían engrosado lo suficiente como para resultar una amenaza, me propusieron un cambio de medicación. Pasaríamos al inhibidor de la aromatasa, otro tratamiento hormonal que no afecta al útero, pero sí a las articulaciones y a los huesos. Me dijeron que me preparase para tener fuertes dolores articulares y perder mucha masa ósea, que amenazaba con desembocar en osteoporosis galopante. Ya lo sabía, porque tengo amigas que gracias a éste fármaco apenas pueden subir escaleras, planchar, caminar, o ni tan siquiera coger una olla un poco pesada. Decidí que hasta aquí había llegado. Prefiero vivir menos pero haciendo lo que me gusta, que seguir viva, pero más rato en la cama que de pie porque mis articulaciones o mi esqueleto están en tan mal estado que apenas pueden sostener esa vida que prolongo. El cuerpo es un soporte de una vida más allá de lo material. Si lo deterioro tanto que ya no me sostiene, ¿qué sentido tiene mantenerlo?

Este año durante la revisión anual el médico me preguntó ¿Por qué no toma la medicación? Y le expuse mis motivos. Se quedó un rato pensando y a continuación, leyó en voz alta mi expediente que describía las características de mi caso.Luego se dirigió a la médico residente que pasaba consulta con él. ¿Qué te parece?, le preguntó. Ella puso cara de no saber qué responder. Acababa de hacerme la exploración y había concluido que estaba estupendamente bien. El médico me miró a los ojos, me tendió la mano y me dijo: Siga usted así. Y en su mirada había respeto, solidaridad y quiero creer que un punto de admiración. Fue muy importante para mí. Por primera vez un profesional de la medicina oficial validaba mi postura, me daba confianza en lugar de alimentar mi miedo y permitía que yo tomase en mis manos mi salud, en lugar de hacerse cargo de ella.



Salí del hospital ligera como una pluma, feliz de que alguien respaldara mis opciones, reconociera mis esfuerzos y me animase a seguir por ese camino. Estaba un poco cansada de ir contra corriente, de que lo mío y lo suyo fueran opciones excluyentes. Creo en la complementariedad de la medicina oficial y las medicinas alternativas. Creo en la suma y no en la lucha por la supremacía.

Pero creo sobre todo que el responsable de mi salud no es el médico sino yo misma. Le pido ayuda para que llegue a donde yo no llego. No viceversa. No quiero delegar toda esa responsabilidad en el profesional. Mi salud depende de lo que ingiero, de cómo duermo, de si me muevo, de lo que hago o dejo de hacer, de cómo me relaciono conmigo misma y con los demás, de cómo gestiono mis emociones y del legado genético que me ha tocado en suerte. ¿En cuántos de estos aspectos incide un fármaco? La salud es el día a día, no los 10 minutos que dura la consulta. El doctor no puede ni debe en ese tiempo decidir cómo ha de ser tu vida. Tu vida la decides tú si aprendes a escucharte y si eliges qué sentido tiene para ti. A partir de ahí, el médico deberá adaptarse a la vida que tú decides llevar, no a la que él supone que es deseable para una mayoría. Aunque las estadísticas sigan siendo imprescindibles en el ámbito de la ciencia, no hay una sola vida igual a otra. No hay ni un solo enfermo igual a otro. Si te escuchas, si la escuchas, ella te da las claves. Y el profesional de salud te ayuda a vivir como tú quieres.

Para vivir como quieres, antes tienes que saber cómo quieres vivir. De eso también depende tu salud. De llevar la vida que deseas. O de aprender a desear la vida que llevas.


Marita Osés
Julio 2015

28.5.15

¿Qué pasa cuando tú desvelas mi yo?




Una revista inglesa convocó un concurso para premiar la mejor definición de “esposa”. El texto del ganador era el siguiente:

“Esposa es aquella persona amiga y compañera que siempre está allí, a tu lado para ayudarte a resolver los grandes problemas que no tendrías si fueras soltero.”

Confieso que lo primero que se me ocurrió al acabar de leer el texto galardonado, fue una réplica en la misma línea, tipo “Esposo es aquella persona que no tiene el más mínimo interés en ser tu amigo ni tampoco se plantea ser un compañero que no sea sexual, y que raramente estará a tu lado para resolver los grandes problemas que no tendrías si fueras soltera”. Pero mientras mi cabeza cocinaba esta reacción, me di cuenta de que me sentía tan poco identificada con mi frase como con la que le había dado pie.

De hecho, ambas tienen una parte de verdad, y vale la pena aprovecharla para profundizar en lo que ocurre cuando dos seres deciden compartir sus vidas. Me refiero a lo que se sucede por debajo de la superficie. Lo evidente está ampliamente descrito en novelas, películas, relatos personales. Pero lo que se mueve por dentro, no está tan claro, porque nos cuesta mucho reconocerlo y tomar conciencia de ello.

¿Cuáles son los “problemas” que no tenías antes de vivir en pareja?

De repente alguien te ve desde una perspectiva distinta a la que tienes tú. Te hace de espejo. No un día, ni dos, ni tres. Todos los días y todas las noches. Y puede que no coincida con la idea que tenías de ti mismo. Te enfrentas, quizás por vez primera, a una imagen de ti que, como mínimo, te inquieta porque te obliga a admitir que podrías estar equivocado. Igual no te gusta.

Aunque no siempre la imagen que nos devuelve la pareja es peor que la que teníamos nosotros. A veces es incluso más positiva y aparece el pánico a defraudar. Por supuesto, la otra persona tiene la culpa de haberse hecho unas ideas sobre mí que no tienen nada que ver con la realidad. “Cuando se le caiga el velo, cuando me conozca de verdad, va a salir corriendo.” El miedo a decepcionar es un factor de estrés en la pareja que condiciona en gran medida la naturalidad de la relación. Ante alguien que nos admira profundamente también puede asaltarnos un sentimiento de menosprecio, si no nos sentimos dignos de tal admiración. Sea cual sea el caso, la pareja se convierte entonces en un cómodo chivo expiatorio en el que volcamos algunas cuestiones personales no resueltas, pero lo cierto es que cada una de estas reacciones que acabo de mencionar hablan más de la persona que la experimenta que de la relación en sí.

A grandes rasgos podríamos dividir a las personas en dos grupos en base a 2 actitudes vitales básicas:

1) Personas que viven más conscientes de los deseos, necesidades y objetivos de los demás que de los suyos propios, por lo general en detrimento de estos últimos. Llevada al extremo, esta actitud las conduce a identificarse tanto con la otra persona que, aparte de desfondarse, acaban desdibujándose hasta no saber quién son.

2) Personas que viven tan conscientes de sus deseos, necesidades y objetivos, que tienen dificultad para empatizar con las de los demás y, cuando lo logran, es a costa de sentirse invadidas, agredidas o asfixiadas, convencidas de haber perdido algo importante que deben recuperar para seguir siendo ellas.



(La primera descripción se ajusta más a las características femeninas y la segunda a las del género masculino, pero todos sabemos que la realidad no es así. En adelante, cuando escriba “mujeres” me refiero a aquellas personas  en las que la parte femenina está más desarrollada y cuando escriba “hombres”, me estaré refiriendo a aquellas personas en las que la parte masculina es más dominante.)

Después de un tiempo de convivir en pareja, y de experimentar los desencuentros que conlleva la convivencia las mujeres suelen buscar su identidad. Los hombres, su libertad.

¿Dónde está el punto de encuentro? Ellas tienen que entrar en sí mismas y descubrirse, y ellos tienen que salir de sí mismos y descubrir a los otros.*

La mujer, al entrar en contacto con sus necesidades y deseos, se topa con un ser –ella misma- que había ignorado durante mucho tiempo. Si aprende a amarlo, encuentra una compañera de camino que no la abandonará jamás, y a la cual puede dedicar su tiempo y energías sin peligro de desdibujarse. De hecho, cuanto más se entrega a ella, más se consolida como persona y más puede darse sin fisuras a los demás.

El hombre, al entrar en contacto con las necesidades y deseos de su pareja, descubre que satisfacerlas puede resultar muy gratificante, con lo que amplía el horizonte de su plenitud. Es decir, descubre la entrega como fuente de felicidad. Cuando más la experimenta más deja de estar sujeto a sus deseos y necesidades y conoce la verdadera libertad. La libertad interior.

La mujer aprende del hombre a cuidarse a sí misma. Y se encuentra.

El hombre aprende de la mujer a cuidar a los otros. Y se libera.

El punto de encuentro es el aprendizaje del amor. A uno mismo y a los otros. Estamos juntos porque yo tengo elementos que a ti te faltan y viceversa. Eso no me hace ni mejor ni peor. Simplemente nos hace distintos, motivo por el cual podemos enriquecernos.

No digo que sea fácil, pero sí que es lo único que sigue teniendo sentido a lo largo de tiempo. Mejor dicho, es lo que da sentido al hecho de estar juntos.



* Véase Teresa Forcades , “Valors femenins emergents”  (Ed. Claret ).



Marita Osés



Mayo 2015

20.5.15

Reconocer mi valía


Aprender a pensar bien de uno mismo es imprescindible para sentirse bien”, oí decir el mes pasado a un veterano psicólogo.
“¿Pensar bien de mí misma?”

No me han enseñado. Y, en cualquier caso, está mal visto. Cuando una persona se muestra satisfecha de ser quien es o contenta con su vida suele decirse con sorna que está encantada de conocerse, o que no hay quien la aguante. ¿Qué es lo que no aguantamos de esta persona? ¿Que nosotros no nos sentimos tan estupendos? ¿Acaso nos conecta con nuestra insatisfacción? Tenemos un grado de tolerancia a nuestra propia insatisfacción tan elevado que una persona contenta de ser como es puede parecernos un insulto. Aún hoy muchos padres se reprimen a la hora de reconocer una cualidad de sus hijos “no sea que se lo crea demasiado”. ¡Pero si lo que necesita es creer en sí mismo! Si no toma conciencia de sus cualidades ¿cómo va a desarrollarlas?

A mí lo que me enseñaron era que había que ser humilde. Lo que aprendí con el tiempo es que humildad no es ignorar mi valía, sino reconocer que mi esencia me ha sido dada y por lo tanto no tengo de qué vanagloriarme. La esencia está ahí para que la desarrolle, la disfrute, le saque partido. Si quiero, claro. Ya sea al servicio de los que me rodean o a mi exclusivo servicio. Esa es otra opción personal.

Cuando ignoro mi valía, me desdibujo hasta no saber quién soy, y acabo revistiéndome de una especie de insensibilidad hacia mí que compenso con una empatía exagerada hacia los otros. Lo que pienso de mí determina lo que hago. Y el caso es que los pensamientos negativos que me acosan no son verdaderamente míos, porque no he sido yo quien ha creado de primera mano ese retrato, sino que es una imagen aprendida: se ha construido a partir del reflejo que me han devuelto las personas que se han ido relacionando conmigo, en particular los padres y seres más cercanos que pretendieron modelarme –con mayor o menor fortuna- durante mi infancia. A lo largo de ella, fui almacenando creencias acerca de mi carácter, mis cualidades o defectos. Y estas creencias condicionan mi vida y mi conducta.

Si las miradas que recibí den la infancia me hicieron creer que soy capaz de cualquier cosa, lo intentaré y probablemente lo consiga. Y si fracaso a la primera volveré a intentarlo para confirmar mi creencia de que puedo. Por el contrario, si he llegado a la conclusión de que soy una inútil, el miedo a no conseguir lo que me proponga me hará todavía más insegura y confirmaré ese prejuicio acerca de mí cuando llegue el primer error.

¿Cómo desactivar el círculo vicioso basado en las creencias negativas sobre mi persona que van minando mi autoestima? ¿Cómo reconvertirlo en un círculo virtuoso?

El primer paso es tan sencillo como difícil por falta de costumbre: reconocer cada día algo que he hecho y de la que estoy contenta o satisfecha, sin hacer caso a aquella voz que me dice: “no tiene ningún mérito”, “has tenido suerte”, “menuda chorrada, ¿de esto te sientes orgullosa?”, “¿quién te has pensado que eres?”, “eres un desastre”, “no tienes remedio”. Si logro mantener la determinación suficiente para no escuchar más este tipo de comentarios y consigo ignorar a esta voz machacona que quiere imponerme sus ideas negativas, empiezo a ser la que soy sin dejar que ella interfiera en mi hacer. El punto de partida es aprender a valorarse, a apreciar lo que hacemos gracias a los que somos.

Cuando valoro lo que hago, me respeto.

Cuando me respeto, sé poner límites.

Cuando pongo límites, tengo espacio para ser yo misma.

Cuando me permito ser yo misma, me dibujo, me reconozco y me valoro.

Al valorarme por lo que soy, desaparece la tensión que provoca el querer ser distinta. Y encuentro la paz.



Marita Osés

Mayo 2015

17.3.15

Descubrir la voz propia




Cuando empezamos a decidir por nosotros mismos al margen de lo que nos digan los adultos, tenemos una sensación de libertad que nos emborracha. Poco nos imaginamos que en multitud de ocasiones seguimos fieles a sus mandatos, algunos de los cuales están saboteando el desarrollo de la persona que hemos venido a ser.

De pequeños solemos obedecer por miedo (al enfado del adulto, a que no nos quieran, al rechazo de nuestros compañeros). Otras veces por inercia, o tal vez porque conformarnos a la norma nos resulta más cómodo que resistirnos, si es que nuestra energía es más de acomodo que de rebelión. Pero siempre hay un día en que empiezas a oponerte a las pautas de conducta que no están alineadas con tu ser. Empiezas a hacer caso a una voz interna que te muestra otros caminos, otras formas de ver y de hacer. Esta voz te descubre quién eres tú cuando no te ajustas a las reglas o a lo que se espera de ti, es decir, cuando dejas de ser complaciente.

Son muchos los adultos que no se reconocen cuando algo o alguien les presenta una imagen distinta de la que se han hecho de sí mismos. Es muy posible que no prestasen mucha atención a la persona que latía en su interior. En realidad, lo más probable es que estuvieran tan ocupados respondiendo a las exigencias externas, en busca de una imagen que les validase, que se incapacitaron para reconocer sus verdaderas cualidades, su brillo, su grandeza. Y acaban sintiéndose poca cosa y entregándose a un montón de actividades para disimularlo. O se evaden de esa sensación de las formas más variadas. Resulta curioso que este sentimiento esté presente incluso en personas con buenos resultados académicos, con un físico atractivo o que cuentan con el afecto de amigos y familiares.

De una manera sigilosa, la voz de los adultos a quienes durante un tiempo obedecimos se instala en nuestro interior y se convierte en nuestro peor crítico interno, aunque haya habido un momento de nuestra historia en que nos resistiésemos a ella. Empezamos a escuchar en nuestra mente lo que habíamos sentido de pequeños: tienes que hacer más y mejor para que te presten atención, no eres suficiente, no eres adecuada, no eres digna, no das la talla, no podrás. Ni que decir tiene que no hace falta que esta voz nos dirija estas palabras exactas. Para desconectar con quienes realmente somos, basta con experimentar de una manera más o menos continuada un sentimiento de inadecuación, de insuficiencia, de inferioridad.

¿Qué perverso mecanismo hace que las exigencias que llegaron a parecernos injustas cuando procedían de los adultos se conviertan en autoexigencias que nos hacen la vida imposible?

Es como si nos hubiésemos vuelto adictos a aquellos mandatos y, aun cuando ya han desaparecido las personas de los que provenían, los hubiésemos incorporado al disco duro. Se convierten en un virus que distorsiona nuestro programa de vida, hacen que actuemos como no queremos actuar, reaccionemos de maneras que nos disgustan y nos sintamos insatisfechos y desalineados con los valores y deseos profundos de nuestro corazón, a merced de unos imperativos que se nos han instalado dentro, pero que no forman parte de nosotros. Mío es lo que pertenece a mi esencia.

Cuando actúo y vivo escuchando a mi ser más profundo, de acuerdo con sus categorías y criterios personales y no con aquellos que me inculcaron sin que resonaran en mi interior –casi siempre, responsabilidades y obligaciones-, alcanzo una paz sencilla y una alegría interna que se convierten en la mejor señal de que voy por buen camino. Ni siquiera la incomprensión o el rechazo de mis seres queridos pueden robarme esta serenidad que aligera el alma. Seguro que los mandatos, creencias, principios que ellos me transmitieron les resultarían útiles en su momento, o simplemente los incorporaron a sus vidas sin molestarse en cuestionarlos. Pero no tenemos por qué aceptarlos sin rechistar, sobre todo cuando entran en contradicción con nuestra forma de ver la vida y la sabotean. Descartarlos, no significa dejar de amar a las personas que nos los legaron, sino decidir por nosotros mismos el marco en el que queremos vivir y crecer y amar.

La opción es clara: ¿Quiero vivir en paz conmigo misma o ajustarme a los designios ajenos? ¿Tengo que responder a las exigencias de los demás o a mis anhelos más genuinos? En ciertos momentos puede ser que coincidan, y ahí no se plantea ningún conflicto. Pero cuando el planteamiento es disyuntivo, y opto por negar aquello a lo que me siento llamada, me juego el bienestar personal y la salud mental.

Seguir obedeciendo –aunque sea de manera inconsciente- a los adultos de mi infancia, cuando ahogan al ser que genuinamente soy, me despoja de mi libertad interna, menoscaba mi autonomía personal y mi capacidad de elegir. Me condena a vivir a merced de una voz que no es la mía -aunque de tanto oirla me lo parezca- y que me engaña diciéndome que plegarme a sus exigencias es lo mejor para mí.

En el silencio, aprendo a discernir cuál es mi voz verdadera y a seguirla. Dejando afuera los ruidos, consigo acallar el interior y conectar con aquello que me hace sentirme agradecida con lo que soy y hago y me da fuerzas para vivir dando respuesta a mis deseos reales.



Marita Osés


28.1.15

De ilusiones también se malvive, Xavier Guix, Ediciones B, 2014




Xavier Guix siempre juega con las palabras para extraer de ellas el máximo contenido. Así lo hace una vez más en el título de esta nueva obra, que nos remite al dicho popular “De ilusión también se vive”, y nos hace plantearnos de entrada: ¿Vivo o malvivo? ¿Tengo ilusión o alimento meras ilusiones?   
La ilusión, en singular, resulta imprescindible, porque es un cóctel de confianza y alegría que nos anima a zambullirnos en la vida aunque no tengamos todas las certezas. Las ilusiones, en plural, a las que se refiere Xavier Guix son las fantasías que nos creamos, ya sea por incapacidad de soportar la incertidumbre intrínseca de la existencia, ya sea para esquivar quienes somos verdaderamente y lo que ésta nos ofrece. Bien dice él de entrada que el primer estado ilusorio de la mente es el que nos hace creer que tenemos el poder de mandar sobre la realidad. Y en el ejercicio de este poder ilusorio, ¿qué hacemos? Inventarnos mundos y tomar posesión de ellos hasta que un malestar o un conflicto o un serio revés nos indican que no estamos en el lugar que creíamos. Con bisturí certero y a la vez compasivo, Xavier disecciona las creaciones mentales que nos alejan de nuestro ser verdadero, de nuestro cometido y de nuestro presente. Y a continuación, explica las repercusiones que esta huida de la realidad tiene en nuestras vidas y que constituyen un porcentaje muy alto de las consultas a los terapeutas. Avalado por su experiencia como psicólogo y por su trayectoria vital, desgrana estas ilusiones, las desenmascara y nos deja vulnerables y desnudos, sí, pero también- y eso es lo más importante- listos para ir en busca de nuestro ser verdadero.
Como persona que lleva años buscando su verdad y como coach, me ha parecido un texto honesto, profundo, certero y práctico, lleno de preguntas que no sólo nos invitan a reflexionar, sino que nos encaminan a la acción: ¿Quién sería yo si no tuviese esa creencia? ¿Qué está compensando esto en mi vida?  Abundan también las constataciones fruto de la experiencia personal y profesional  del autor que seguramente formulan vivencias  difíciles de reconocer: acaba siendo descorazonador considerar que aquella o aquel con quien nos hemos identificado tanto es un vacío, una pura interpretación de la realidad, no una realidad, pero podemos aprender de ello y transformarlo.
Merece la pena destacar su visión sobre las emociones y en concreto, la necesidad de discernir si pertenecen a este instante o al pasado. Porque las viejas memorias interfieren en nuestras relaciones actuales y pueden llegar a confundirnos mucho si no sabemos detectar su origen y su lugar y no las devolvemos a donde pertenecen. En este sentido, ahí va una perla cuya sutileza daría para otro libro entero: La ‘reescritura de la memoria’ cumple la importante función de permitir el cambio, mientras se mantiene la creencia de que el cambio no se produce.
Con espíritu pedagógico, el autor expone el funcionamiento de la mente, de la conciencia y del inconsciente (al que denomina “el director general”), de manera que a medida que avanzamos en la lectura, vamos reconociendo nuestro propio modo de funcionar y ganando en confianza a fin manejarnos con mayor autonomía. 
Para más de una persona dispuesta a transformar su vida resultará alentadora la afirmación de que no es estrictamente necesario rebuscar en el pasado para lograr cambios eficaces, ni siquiera -se aventura a decir- hay que tener conciencia de lo que nos ocurre. Basta con que estemos dispuestos a hacer las cosas de otra manera, a tomar decisiones diferentes. Y luego, constancia y coraje para establecerse en la nueva conciencia.
Leí hace poco a Jorge Bucay: Decidir saltar no es saltar. Encontrar la salida no es salir. Planear no es hacer. Para modificar una realidad, tiene que aparecer nuestra acción.” Este es la propuesta final de Xavier Guix: pon manos a la obra.
Después de leer este libro, uno se siente más preparado.
Marita Osés

28 Enero 2015