17.3.15

Descubrir la voz propia




Cuando empezamos a decidir por nosotros mismos al margen de lo que nos digan los adultos, tenemos una sensación de libertad que nos emborracha. Poco nos imaginamos que en multitud de ocasiones seguimos fieles a sus mandatos, algunos de los cuales están saboteando el desarrollo de la persona que hemos venido a ser.

De pequeños solemos obedecer por miedo (al enfado del adulto, a que no nos quieran, al rechazo de nuestros compañeros). Otras veces por inercia, o tal vez porque conformarnos a la norma nos resulta más cómodo que resistirnos, si es que nuestra energía es más de acomodo que de rebelión. Pero siempre hay un día en que empiezas a oponerte a las pautas de conducta que no están alineadas con tu ser. Empiezas a hacer caso a una voz interna que te muestra otros caminos, otras formas de ver y de hacer. Esta voz te descubre quién eres tú cuando no te ajustas a las reglas o a lo que se espera de ti, es decir, cuando dejas de ser complaciente.

Son muchos los adultos que no se reconocen cuando algo o alguien les presenta una imagen distinta de la que se han hecho de sí mismos. Es muy posible que no prestasen mucha atención a la persona que latía en su interior. En realidad, lo más probable es que estuvieran tan ocupados respondiendo a las exigencias externas, en busca de una imagen que les validase, que se incapacitaron para reconocer sus verdaderas cualidades, su brillo, su grandeza. Y acaban sintiéndose poca cosa y entregándose a un montón de actividades para disimularlo. O se evaden de esa sensación de las formas más variadas. Resulta curioso que este sentimiento esté presente incluso en personas con buenos resultados académicos, con un físico atractivo o que cuentan con el afecto de amigos y familiares.

De una manera sigilosa, la voz de los adultos a quienes durante un tiempo obedecimos se instala en nuestro interior y se convierte en nuestro peor crítico interno, aunque haya habido un momento de nuestra historia en que nos resistiésemos a ella. Empezamos a escuchar en nuestra mente lo que habíamos sentido de pequeños: tienes que hacer más y mejor para que te presten atención, no eres suficiente, no eres adecuada, no eres digna, no das la talla, no podrás. Ni que decir tiene que no hace falta que esta voz nos dirija estas palabras exactas. Para desconectar con quienes realmente somos, basta con experimentar de una manera más o menos continuada un sentimiento de inadecuación, de insuficiencia, de inferioridad.

¿Qué perverso mecanismo hace que las exigencias que llegaron a parecernos injustas cuando procedían de los adultos se conviertan en autoexigencias que nos hacen la vida imposible?

Es como si nos hubiésemos vuelto adictos a aquellos mandatos y, aun cuando ya han desaparecido las personas de los que provenían, los hubiésemos incorporado al disco duro. Se convierten en un virus que distorsiona nuestro programa de vida, hacen que actuemos como no queremos actuar, reaccionemos de maneras que nos disgustan y nos sintamos insatisfechos y desalineados con los valores y deseos profundos de nuestro corazón, a merced de unos imperativos que se nos han instalado dentro, pero que no forman parte de nosotros. Mío es lo que pertenece a mi esencia.

Cuando actúo y vivo escuchando a mi ser más profundo, de acuerdo con sus categorías y criterios personales y no con aquellos que me inculcaron sin que resonaran en mi interior –casi siempre, responsabilidades y obligaciones-, alcanzo una paz sencilla y una alegría interna que se convierten en la mejor señal de que voy por buen camino. Ni siquiera la incomprensión o el rechazo de mis seres queridos pueden robarme esta serenidad que aligera el alma. Seguro que los mandatos, creencias, principios que ellos me transmitieron les resultarían útiles en su momento, o simplemente los incorporaron a sus vidas sin molestarse en cuestionarlos. Pero no tenemos por qué aceptarlos sin rechistar, sobre todo cuando entran en contradicción con nuestra forma de ver la vida y la sabotean. Descartarlos, no significa dejar de amar a las personas que nos los legaron, sino decidir por nosotros mismos el marco en el que queremos vivir y crecer y amar.

La opción es clara: ¿Quiero vivir en paz conmigo misma o ajustarme a los designios ajenos? ¿Tengo que responder a las exigencias de los demás o a mis anhelos más genuinos? En ciertos momentos puede ser que coincidan, y ahí no se plantea ningún conflicto. Pero cuando el planteamiento es disyuntivo, y opto por negar aquello a lo que me siento llamada, me juego el bienestar personal y la salud mental.

Seguir obedeciendo –aunque sea de manera inconsciente- a los adultos de mi infancia, cuando ahogan al ser que genuinamente soy, me despoja de mi libertad interna, menoscaba mi autonomía personal y mi capacidad de elegir. Me condena a vivir a merced de una voz que no es la mía -aunque de tanto oirla me lo parezca- y que me engaña diciéndome que plegarme a sus exigencias es lo mejor para mí.

En el silencio, aprendo a discernir cuál es mi voz verdadera y a seguirla. Dejando afuera los ruidos, consigo acallar el interior y conectar con aquello que me hace sentirme agradecida con lo que soy y hago y me da fuerzas para vivir dando respuesta a mis deseos reales.



Marita Osés