20.10.15

Juntos… ¿somos mejores?



“No sé si estamos sacando lo mejor el uno del otro”, 

me dice una persona que se siente insatisfecha de su relación de pareja. Cuando profundizamos en los motivos de su insatisfacción, formula claramente los aspectos de la convivencia que le gustaría mejorar. A continuación, abordamos qué podría hacer ella para modificar eso que no le gusta. En ese momento, percibo una resistencia, como si no desease en realidad provocar esos cambios que al inicio de la conversación parecían imprescindibles para la continuidad de la relación. En el fondo de esa resistencia, confiesa un miedo a incomodar, a ser un incordio, a perder la armonía entre ellos -aunque sea una armonía aparente-, por el mero hecho de poner las cartas sobre la mesa y proponer alguna novedad en beneficio de ambos.

Constato una tendencia -más frecuente en las mujeres que en los hombres- a preocuparse tanto del “bienestar” del otro, que nos olvidamos del nuestro. En el caso que comento, la persona siente un deseo completamente normal de disfrutar de una comunicación más plena con su pareja, de una vida más compartida, de abandonar ciertos hábitos que deterioran la calidad de la relación, costumbres de otras épocas que lastran la fluidez. Pero antepone la necesidad de tranquilidad y armonía de su consorte hasta tal punto que renuncia a sus deseos lícitos y seguramente positivos para ambos. Para renunciar a ellos, los relativiza, incluso los ridiculiza y acaba desdibujándose. Si ella no respeta sus propios deseos, ¿cómo va a respetarlos el otro? Lo que le está ocurriendo en realidad es que ese miedo a “incordiar” a su compañero no le permite ser la que es frente a él. Lo que ella detecta como insatisfacción con su pareja es, en primer lugar, insatisfacción consigo misma, aunque se manifieste en la relación y lo más fácil sea echar las culpas al otro. Por supuesto, la relación se resiente.



Probablemente, cuando se atreva a luchar por lo que anhela, llenará de sentido su convivencia y enriquecerá la vida de ambos, entre otras cosas, porque al hacerlo se autoafirmará y crecerá como persona. La incomodidad o el desencuentro puntual es un precio que hay que pagar para llegar a una paz bien cimentada en la que no hay tensión.



La primera que tiene que sacar lo mejor de mí misma soy yo. Y también me corresponde saber cuándo saco lo peor, en qué circunstancias salen mis demonios y ocuparme de ellos. Y, por supuesto, conocer qué otros factores propician que salga el ángel que llevo dentro y favorecerlos. La relación de pareja ya tiene bastantes responsabilidades y cargas como para que la sobrecarguemos con las que son responsabilidad exclusiva de cada uno. ¿Quién ha dicho que es el otro quien tiene que sacar lo mejor de mí? Si yo saco lo mejor, nadie más tiene que hacerlo. Y de paso relevo a mi pareja de esa tarea.

Que sea su mera presencia, su modo de estar en el mundo lo que resulte transformador para mí, sin necesidad de intervenir, hacer, manipular. Lo que mi pareja irradia, me resuena o me rechina, me agrada o me molesta, y es tarea mía decidir qué hago al respecto, o dicho de otro modo, cómo lo utilizo de la mejor manera. Cuando nos hacemos de espejo y aceptamos aprender el uno del otro, crecemos. Si soy una persona muy previsora y estoy junto a una improvisadora empedernida, puedo elegir entre ponerme nerviosa con su falta de previsión o aventurarme a improvisar, y tal vez descubra habilidades mías que ignoraba. Si soy una persona tímida para las distancias cortas y mi pareja es hipersociable, puedo elegir entre acomplejarme o aprender a relacionarme desde la confianza, viendo cuál es el aprendizaje que puede hacer cada uno en ese campo.

Solo yo decido si estar junto al otro me potencia o me invalida. Si queremos avanzar, mejor no eludir esta decisión.

Marita Osés
Octubre 2015