19.7.16

El dolor (2): Entra en él para dejarlo atrás




Por paradójico que resulte, para dejar atrás el dolor tengo que entrar sin miedo en él. Puedo intentar –y de hecho, es lo que solemos hacer- esquivarlo, hacer como que no lo siento, distraerlo, ocultarlo, disimularlo…pero con ello no lograré liberarme de él. Dando vueltas a su alrededor, pretendiendo que no lo veo, se quedará ahí. Y mi mente seguirá manteniéndolo hibernado para recordarme que tengo algo pendiente, hasta que haga las paces con él, con aquella parte de mi biografía que aún no he logrado encajar.

Una vez experimentamos dolor, nuestro cerebro lo registra y no es tarea fácil borrar ese archivo, pues no se graba a un nivel consciente. El niño que sintió que era un estorbo para su madre y experimentó su rechazo, llevará en sí esa herida y los rechazos posteriores que le afecten en sus relaciones personales hurgarán sobre esa herida si no ha logrado sanarla. Ya vimos en el post anterior (El dolor (1): tira del hilo) que el primer paso es tomar conciencia de que la herida está ahí. Estar atentos a las señales que nos indican su presencia, aunque esté muy bien oculta. El segundo paso es decidir qué quiero hacer. Cuando tomo conciencia del dolor puedo gestionarlo. Me doy cuenta de que la memoria de esa experiencia dolorosa no sólo quiere protegerme, sino que tal vez me está invitando a ir más allá de lo que me ha sucedido y encontrarle un sentido. Entonces el dolor se convierte en un medio para hacer otra lectura de mi realidad y comprender. Deja de ser un enemigo del que protegerme y se convierte en un aliado que me avisa de algo importante y amplía mi horizonte. Veo cosas que no veía antes y eso enriquece mi vida. Este es un momento decisivo, porque dejo de tener miedo al dolor y por lo tanto él deja de tener poder sobre mí. Puedo mirarle a los ojos y hacerle frente. Y una vez salga de él, podré darle las gracias por haberme ayudado a dar un gran paso.

¿Qué significa entrar en el dolor? Significa: sentirlo con las tripas, darle un espacio y un tiempo, dejar que se exprese con palabras, con gritos o con llanto, con danza, con dibujos, con escritos con lo que cada uno mejor se maneje, para poder atravesarlo y salir de él. Se trata de permitirme experimentarlo, reconocer las sensaciones y reacciones que provoca en mi cuerpo sin querer controlarlas, dejando que fluyan. Eso no es masoquismo, porque no se trata de regodearse en él, sino de reconocer su existencia, encontrarle su sitio y su sentido y así dejar que fluya hacia afuera y deje de condicionarnos desde dentro.

Para ello necesito a mi lado una persona que esté plenamente presente, que escuche sin juzgar, que no se asuste de ser testigo de ese momento, que simplemente acepte que tengo esa necesidad de expresar y que con su aceptación y su confianza, sostenga ese momento. Una vez lo hemos hecho con el apoyo de una persona, podremos hacerlo solos en sucesivas ocasiones. Normalmente no sale todo el dolor que hay en una sola vez. Igual que no lloramos de un tirón la pérdida de un ser querido, sino que necesitamos llorarlo muchos días, así ocurre con todas las demás pérdidas y dolores que jalonan nuestras vidas. El proceso para salir del dolor no es mental, sino todo lo contrario, puesto que el dolor se siente, no se piensa.

Es siempre un acto de valor y como tal nos fortalece y aumenta nuestra confianza.





Reconocer el dolor, comprender cómo se ha gestado, llorarlo, perdonarlo, aceptarlo y salir de él como quien sale de un baño purificador: Ligera, limpia, liberada, decidida.

Ligera porque lo que era carga se convierte en motor.

Limpia de aquel lo que vivía como sombra, porque lo incorporo como luz.

Liberada de la obligación de resistir, lo que me permite empezar a fluir.

Decidida a seguir, gracias a la fuerza que he descubierto en mí.

¿A qué esperas?




Marita Osés

Coach personal

mos@mentor.es

19 Julio 2016


10.7.16

El dolor (1) : Tira del hilo



Una de las preguntas que me he hecho con mayor frecuencia es: ¿por qué tiene que existir el dolor? Con el tiempo, he tenido que convencerme de que ha sido la única forma de aprender ciertas lecciones y de despertar del relativo letargo en el que me acomodaba al poco de entrar en una época de bonanza. Pero aun así, me resistía. ¿Es que no hay otra forma de aprender, de abrir los ojos? Probablemente la haya… en un estado de conciencia superior al que me encuentro actualmente. De momento, pues, tengo que manejarme con el dolor, y, ya que aparece en mi vida, quiero que me sirva para algo.

Si estoy decidida a sacarle el máximo partido he de saber, en primer lugar, qué lo ha originado y distinguir cuándo algo o alguien ha sido un simple detonante y cuando ha constituido una verdadera causa. Si una amiga me planta, y no es la primera vez, el detonante de mi enfado es el plantón y puedo concentrar ahí toda mi furia, pero la verdadera causa de mi dolor es lo que percibo como desinterés por parte de mi amiga o una falta de respeto por mi tiempo, por ejemplo (aunque ella pueda tener motivos que nada tengan que ver con mi percepción).

Parte de nuestro dolor actual hunde sus raíces en nuestros primeros años de vida. Su origen es tan antiguo que llegamos a creer o preferimos creer que ese dolor nunca existió, sobre todo cuando está relacionado con seres muy queridos para nosotros. Puesto que en aquel momento de nuestra vida no disponíamos de herramientas para procesarlo, lo enterramos. La estructura de un niño es demasiado frágil para asumir sin quebrarse la pérdida que significa la muerte de un ser querido, la separación de sus padres, el acoso de un compañero o un sinfín de desventuras que pueden ocurrirle. La gravedad no tiene por qué ser objetiva, sino que depende de la sensibilidad de quien las padece. Dice Brené Brown[i] que el cerebro procesa del mismo modo el rechazo social o la vergüenza que el dolor físico. La vergüenza es muy dolorosa para los niños porque está ineludiblemente vinculada al miedo a no ser queridos. ¿Quién no ha pasado vergüenza en su infancia? El dolor que provocan estos momentos en una edad temprana es excesivo, por lo que nuestro cerebro lo guarda en un lugar recóndito para protegernos de él y permitirnos proseguir nuestro camino. Hasta el punto de que nos olvidamos incluso de que lo habíamos escondido.

Entonces, un malestar, una reacción exagerada, o una conducta que se repite en contra de nuestra voluntad nos señalan que hay algo en nosotros que está distorsionando nuestra vida. Es un resorte que no controlo y del cual solo tomo conciencia una vez se dispara o cuando he de asumir las consecuencias de mi acción o cuando una persona que me conoce me señala que ese aspecto no tiene nada que ver con mi forma de ser. También una dolencia física puede estar avisándome de que algo se enquistó en mi biografía y está condicionando mi vida y mis relaciones. El cuerpo es nuestro aliado y suele gritar lo que la mente lleva acallando, a veces durante años.

La actitud más habitual cuando adoptamos conductas que nos incomodan o que no acabamos de comprender es juzgarse, criticarse y condenarse. La condena provoca más dolor. Si en lugar de condenarnos, nos prestamos atención, nos tratamos con amabilidad y ternura y reconocemos que tal vez haya hechos en nuestro pasado que están poniendo palos en la rueda de nuestro presente, sacaremos provecho al dolor. Así, una mujer que se critica por ser exageradamente desconfiada con su marido y se siente despreciable por ello porque, en realidad, éste no le da motivos, podrá comprenderse y perdonarse si se atreve a entrar en el dolor que le produjo enterarse de la doble vida de su padre cuando era una niña. Un joven que siente que no puede respirar, cada vez que una persona le intenta convencer de que haga algo que él no quiere hacer (un simple vendedor, un amigo que insiste en hacer un plan), y se siente ridículo por ello, puede llegar a aceptar que eso era lo que le sucedía cuando sufrió abusos y que la situación actual no tiene por qué activar la misma reacción, porque él ya no es el niño indefenso que los sufrió, sino un hombre que no solo sabe lo que quiere sino que tiene herramientas para negarse a hacer lo que no quiere.

La conducta o el malestar del que queremos liberarnos siempre nos da una pista para encaminarnos a su origen. Cuando reacciono o me siento de esta manera ¿qué suele suceder antes? ¿Qué tienen en común las situaciones en que se dispara esta conducta determinada o este sentimiento? Una mujer que padecía fuertes dolores abdominales en su trabajo sin que hubiese causa médica aparente, descubrió de esta manera tan sencilla que eso le ocurría cada vez que no decía a su jefe lo que pensaba. Resulta que era la pequeña de tres hermanos varones a los que temía porque siempre la ningunearon. En un ambiente machista cuyas reglas le parecían injustas, pero en el que no se atrevía a rebelarse, cada vez que callaba tenía dolor de barriga.

Cuando tiras del hilo, te das cuenta de que aquello frente a lo que reaccionas en el momento actual es el detonante de tu conducta o estado de ánimo, pero la verdadera causa puede que esté en tu biografía. La causa fue el hecho traumático que en tu infancia te afectó hasta el punto de correr un tupido velo para poder seguir viviendo. Si en aquel momento te sentiste avasallado, abandonado, humillado, perdido, traicionado, avergonzado… y no pudiste salir de ahí, cada vez que una circunstancia o persona te provoque un estado de ánimo o emoción similar, aquel recuerdo se reactivará y hará que actúes no como la persona que eres ahora sino como aquella criatura que fuiste y que quedó anulada por el avasallamiento, el abandono, la humillación, la pérdida, la traición, la vergüenza o lo que fuera que tumbó su confianza en sí misma y en la vida.

Hay que ser valiente para decidirse a coger el toro por los cuernos y explorar el dolor oculto tras las conductas o malestares que nos disgustan. No resulta cómodo ni fácil. Lo que solemos hacer para esquivar el bulto es decir “yo soy así”. En realidad, eres mucho mejor que eso. Sería una lástima que acabaras creyendo que eres así. Si te atreves a abordar ese dolor, dejará de condicionar tu vida. Pero ese es tema para el próximo post.

Marita Osés, Junio 2016

Coach personal

mos@mentor.es






[i] Brené Brown, El poder de ser vulnerable. Ed Urano, 2016

5.6.16

¿Te haces lo que no le harías a tu mejor amigo?




Una persona me comenta alarmada una reacción suya en la que reconoce una conducta autoagresiva. Sin haberlo buscado, presenció una escena que le causaba profundo dolor y, a pesar de ello, no solo no se marchó de aquel lugar, sino que permaneció más de una hora torturándose con lo que veía. “Me estaba destrozando y no podía irme de allí. Algo me retenía. Y no solo eso. Desde entonces, he vuelto a pasarme la película una y otra vez y a hundirme en el pozo de la desesperación.” Le pregunto por qué se trata con tanta crueldad y me mira con cara de estupor. Está tan habituado a tratarse con dureza que ni siquiera se da cuenta.

-Si un amigo tuyo estuviera en tu situación emocional ¿le recordarías continuamente esta imagen? –le pregunto.

- ¡No! -me responde sin titubear.

-¿Y por qué te la recuerdas tú?

- No lo sé.

- ¿Te hace daño?

-Mucho.

-¿Sueles querer hacer daño a las personas que aprecias?

-No.

-Entonces, ¿es que tú no te aprecias?¿Te maltratas porque no te aprecias?

-¿Estás insinuando que no me quiero ni me respeto?

- A ver si lo ves más claro en referencia a una persona que aprecias ¿Obligarías a tu mejor amigo a presenciar eso que sabes que le hace daño y no le aporta nada?

-No, intentaría alejarle de esa situación.

- ¿Por qué entonces no haces eso contigo mismo? ¿Por qué en lugar de alejarte de lo que te hace daño, te quedas ahí provocándote más dolor?

-¿?

A veces no nos damos cuenta del poco aprecio que nos tenemos hasta que nos sorprendemos haciendo algo que va claramente en contra de nosotros. Tenemos la sensación de que nuestra autoestima está en su sitio porque nos hemos obligado a ir sonrientes por la vida y a ser amables, llegando incluso a despertar admiración, pero en nuestro interior hay una voz machacona que nos desautoriza y que se empeña en invalidarnos. Estamos tan acostumbrados a escucharla, que llegamos a identificarnos con ella, quedando a su merced. Suele utilizar este estilo de comentarios: no tienes remedio, eres un desastre, qué estupidez acabas de hacer, no aprenderás nunca, no podrás, no tienes ningún derecho, eres insoportable, quién te has pensado que eres, a estas alturas de la película pretendes, cuando dejarás de hacer tonterías…. Su efecto sobre nuestra autoestima es nefasto. Por eso, vale la pena pararse y prestar atención al lenguaje que empleo cuando me hablo: ¿Qué tipo de cosas suelo decirme? Si me hablo en estos términos, voy perdiéndome el respeto, la confianza en mí, el aprecio… y acabo con un autoconcepto miserable que hace que me comporte conmigo como si fuera mi peor enemigo. Al repetirme siempre lo mismo me empequeñece y me devuelve una imagen distorsionada que omite lo mejor de mi ser. Lo más injusto de todo es que se trata de una idea muy lejana a lo que soy de verdad. Esa voz interna es como un resumen de todas las voces de las personas que, a lo largo de nuestra infancia, no nos han aceptado como éramos y nos han querido cambiar, algunas con la mejor de las intenciones, para que fuésemos “mujeres y hombres de provecho”. ¿De provecho para quién? Ciertamente no para nuestra plenitud. Porque al intentar ajustarnos a las exigencias de nuestros seres queridos, podemos perder lo más genuino. Al desconectarnos de la esencia, nos falla la energía y quedamos en manos de esta voz que juzga y controla y pretende que la realidad responda a lo que ella ha dictaminado que sea. Como tiene la autoridad de proceder originariamente de los seres cuyo amor necesitamos de pequeños es muy difícil deshacernos de ella, porque establecimos con ellos un pacto de lealtad inconsciente. Pero es del todo imprescindible dejar de hacerle caso si nos interesa conquistar nuestra libertad. No soy una persona libre hasta que decido quitarle el poder que tiene sobre mí, hasta que decido que no es ella la que manda en mi vida sino yo. Tomar conciencia del lenguaje que utilizo para hablarme es un primer paso. Y, acto seguido, adoptar el tono y las palabras que emplearía para dirigirme a un ser querido, basados en la aceptación y en la confianza, no en el juicio y la condena sistemáticos.

¿A qué esperamos para empezar a ser amables con nosotros mismos?

Marita Osés

Coach personal

mos@mentor.es

1 Junio 2016


10.5.16

¿Soy egoísta cuando me cuido?



¿Soy egoísta cuando me cuido?

Cuando en un proceso de coaching una persona descubre que no se quiere y que es eso lo que le impide funcionar como ella desearía, decide empezar a amarse.

¿Qué significa quererse? Respetar mis deseos, mis necesidades, reconocer mis dones, cuidar de mí, darme permiso para expresar lo que pienso, siento y soy sin juzgarme, brindarme la oportunidad de ser como yo quiero cada mañana y aceptarme, es decir, estar contenta de ser así. Significa también sentirme valiosa, pues nadie puede amar lo que no valora.

Para poder respetar mis anhelos y necesidades, antes tengo que tomar conciencia de ellos y formularlos. Puesto que somos limitados, la satisfacción de nuestros deseos conlleva a veces la imposibilidad de atender los ajenos y eso puede provocarnos un conflicto. De repente nos sentimos egoístas, sobre todo si hasta ese momento hemos estado siempre pendientes del otro, olvidándonos de nosotros, es decir hemos vivido nuestra vida en función de los demás. Compruebo que para poder decirme SI, tengo que decir NO a las demandas externas. Esa hora en la que yo me cuido, no estoy cuidando a fulanito. Ese rato en el que yo necesito estar sola, dejo de acompañar a menganita. Si me quedo descansando la tarde del domingo, no podrán contar conmigo para hacer la mudanza.

Desde niños nos han dicho que el egoísmo es el peor de los defectos y la fuente de todos los males del ser humano. Busco en el DRAE: “Egoísmo: inmoderado y excesivo amor que uno tiene a sí mismo y que le hace atender desmedidamente a su propio interés, sin cuidarse del de los demás.” Y la doctrina católica ha hecho más hincapié en el amor como renuncia de sí mismo y sacrificio que como alegre donación de lo que cada uno es en esencia. Por este y otros motivos, podemos haber llegado a la conclusión de que ocuparnos de nosotros mismos es un acto egoísta y ocuparnos de los demás, una buena obra. Esta visión dualista de cada persona como algo separado de los demás nos hace olvidar que todos somos uno y que lo que te haces a ti se lo haces al vecino y viceversa. Asimismo, nos aparta del planteamiento básico: no se trata de hacer buenas o malas obras, sino de ser lo que cada uno ha venido a ser. Y todos hemos venido a ser amor, puesto que amor es lo que todos necesitamos. Es eso lo que nos define, nos hermana y nos hace humanos. “Si no fuéramos plenitud, no nos dolería la carencia”, escribió Antonio Blay. Si nuestra esencia no fuera amor, no nos rompería el desamor.


Esta esencia amorosa es lo que hay que preservar, cuidar, regar, empezando por  uno mismo. Cuando te llenas de amor, lo rebosas. El bienestar, la serenidad que te produce el quererte y aceptarte como eres, te permite vivirte y vivir a los otros sin egoísmo. Ni siquiera tienes que proponerte amar. No hay que olvidarse de sí para poder amar, sino todo lo contrario: hay que recordar que somos amor y buscar esa veta en nuestro interior. Lo que nos conviene dejar a un lado es el ego, una creación de nuestra mente que pretende tomar las riendas de nuestra vida desde el miedo. Miedo a no ser suficiente, a no poder, a no estar a la altura. Este miedo sólo se combate con amor a nosotros mismos, a lo que somos y a como somos porque así alimentamos la confianza. No podemos confiar en nosotros si no dedicamos tiempo a cuidarnos y hacernos crecer. No es egoísta el que cuida de su esencia, sino el que por no ocuparse de ella se priva a sí mismo y a los demás de gozar de sus frutos. Son los frutos del amor.
Marita Osés, coach personal
mos@mentor.es

17.2.16

MUJERES Y HOMBRES NUEVOS


Estamos en un nuevo siglo, pero  hombres y mujeres nos hemos quedado atrás. La sociedad cambia, la tecnología va más de prisa de lo que podemos absorber, no acabaríamos nunca la lista de innovaciones. En cambio, el hombre y la mujer seguimos aferrados a modelos, pautas de comportamiento, parámetros y arquetipos anacrónicos que ya no nos sirven, pero que no nos atrevemos a soltar porque no hemos formulado todavía los nuevos.

La relación de pareja está desgastada, pero la gente sigue casándose y conviviendo, resignados a que la cosa no da para más y poniendo el listón cada vez más bajo.

No sabemos estar solos, y no sabemos estar acompañados. ¿Qué pasa? ¿Hemos topado con los límites del ser humano? ¿O es que lo habíamos encasillado dentro de unos parámetros tan reducidos que a base de no desarrollar sus potencialidades se ha quedado atrofiado? 

¿Por qué no desechamos el manual de conducta que habíamos interiorizado, según el cual primero había que pararse a verificar el sexo del interlocutor, para decidir entonces el tono y la actitud a emplear? Si me fijo primero en los atributos sexuales de mi interlocutor, me relaciono con su género, no con la persona. Y su género es sólo una parte de él o de ella. Por el contrario, si le miro primero a los ojos, tengo en cuenta de entrada quién es por dentro, no por fuera, me relaciono entonces con el ser. Cada vez que me baso en el físico de la persona que tengo delante para hacerme una idea de ella, me quedo con la cáscara del fruto.

El hombre y la mujer nuevos deberían, en primer lugar, mirarse a los ojos para poder relacionarse de corazón a corazón. Esto no tiene nada que ver con la imagen de embeleso propia del enamoramiento, sino con ir a lo esencial de cada uno.

Hay indicios de que al menos una parte de la humanidad está empezando a mirar hacia adentro (de sí mismos y de los demás). Habría que recordar a Saint-Exupéry en El Principito cuando afirmó: “Lo esencial es invisible a los ojos”. En efecto, comprobamos una y otra vez que de todo lo que existe, lo más importante está en el interior. Y nos animamos, unos con cautela y otros con audacia, a pasar de la superficie a las profundidades. Decidimos dejar de flotar a merced de las olas y nos lanzamos a bucear, guiados sobre todo por nuestro corazón y con ayuda de nuestra inteligencia.

La mujer y el hombre nuevos que esta sociedad necesita desesperadamente están empezando a liberarse de los condicionamientos externos y parten de lo que cada uno es y siente por dentro. Aprenden a tomar conciencia de sí mismos desnudos, sin referencias a los arquetipos de hombre y de mujer que han imperado durante siglos. Y se atreven a ser como sienten, tanto si coinciden con dichos arquetipos como si no. Despojados voluntariamente de los atributos con que los ”etiquetaban” en razón de su sexo elijen libremente en base a lo que les dicte su interior. No estoy hablando de seres asexuados o indefinidos, sino de liberarse de la necesidad de que tu autodefinición se ajuste a patrones preestablecidos de lo masculino y lo femenino. No hay nadie completamente masculino, ni completamente femenino, mal que les pese a algunos. Estos son los dos arquetipos artificiales hacia los que hemos estado tendiendo durante siglos, haciendo a veces unas contorsiones tremendas para ajustarnos porque, naturalmente, era imposible el encaje total. Siempre había que negar o disimular aquella parte de nosotros que no se amoldaba al modelo. Ya va siendo hora de que cada persona, con todos los elementos que le constituyen –femeninos y masculinos- tenga derecho a sacarles el máximo partido a unos y otros sin avergonzarse de nada. Permitamos al hombre que se eche a llorar cuando le apetezca, de alegría de pena o de rabia. Y a la mujer que no deje de sentirse mujer porque decida libremente no tener hijos o porque le apasione el ensayo que está escribiendo sobre el asfalto sonoreductor o la fisión nuclear o lo que sea. Y los dos estarán en su derecho, pero sobre todo, estarán bien en su piel.

Así dejaremos, por ejemplo, que manden las personas que sirven para mandar, independientemente de su sexo. Dejaremos de llamar calzonazos a un hombre que no manda y marimacho a una mujer que sí. Aceptaremos que un hombre poco autoritario sea tan hombre como cualquier otro. Que una mujer que no siente el instinto maternal sea tan mujer como cualquier otra. En definitiva, y eso es lo importante, que ambos sean tan personas como la que más, sin ajustarse a los modelos tradicionales.

Lo primero que hacen la mujer y el hombre nuevos es tomar conciencia de sí, conocerse, saber quién y cómo son (todo está dentro) sin que nadie les diga quién y como tienen que ser. Conocen los patrones femeninos y masculinos y se reconocen en unos u otros libremente. En la escuela, el máximo logro debería ser que el niño/la niña respondan afirmativamente a la pregunta: ¿te alegras de ser quien eres? El conocimiento de estos patrones es simplemente una herramienta para entender cómo vive la vida, cómo le afectan las cosas, por qué tiene un tipo de reacción y no otra la persona que tengo delante, independientemente de su género, pero en razón de sus características femeninas y masculinas. Muchos de nuestros padres querían que coincidiésemos al máximo con su ideal masculino o femenino, lo que provocó en algunos de nosotros serios problemas de identidad. Y aun así, llegados a la edad adulta muchos de nosotros hacemos lo mismo con la pareja, con los hijos, con todo el que se preste, prisioneros todavía de unos parámetros obsoletos y atentando contra la libertad de las personas. Si aceptamos a los hijos como son, sin imponerles condiciones ni ejemplos a los que han de parecerse, aparte de fomentar más su seguridad personal y la conciencia de su propia valía, estaremos contribuyendo al éxito en sus relaciones humanas, porque aprenderán a su vez a respetar a las personas tal como son. Tal vez deberíamos empezar por ahí. Sin esta base, la lucha por la igualdad se alargará innecesariamente.

Marita Osés
Coach personal
+34 661631972
mos@mentor.es
http://atrevetecaminadisfruta.blogspot.com

27.1.16

El amor es una fuerza no competitiva



Afirma Gerald Hüther, neurobiólogo, que Darwin no se atrevió a defender la existencia de una segunda fuerza, además de la selección natural de las especies, que permite que las formas de vida se encuentren y se fusionen, enlugar de competir por la supervivencia del más fuerte. Y lo cuenta en un ensayo titulado “La evolución del amor”, porque esa es, precisamente, la segunda fuerza que había constatado Darwin: el amor.

Razones tendría el naturalista británico para no defender pública y científicamente el amor en un mundo gobernado por la ley del más fuerte y por el “divide y vencerás” que tan caro seguimos pagando. Así nos va. Sin embargo, aunque estas leyes primitivas todavía enardecen a muchos, cada vez hay más personas que las consideran trasnochadas y que están deseando funcionar de otra manera.

No estoy hablando de enamoramiento. Esta es otra fuerza poderosa, sin duda, pero aquí me refiero a la entrega desinteresada a una persona o a una causa sin otro objetivo que su plenitud, o sea, su existencia plena. No se necesita más –ni menos- que un corazón abierto al flujo de dar y recibir. Cuando se activa esta fuerza, no aspira a conseguir nada: la paga del amor es poder amar y la condena, no poder hacerlo. Disfruto porque el otro ES plenamente. En eso consiste la “reciprocidad” del amor: El sentimiento de amor me gratifica por sí mismo, hasta el punto de que no necesito que me correspondan de igual manera.

Parece que una madre no recibe nada a cambio de todos sus desvelos por criar a su hijo. Recibe el puro gusto de verlo desarrollarse, convertirse en persona. Y nada le hace más feliz que ver que su prole es mucho mejor y llega mucho más lejos que ella. Este amor no conoce rivalidad. Por el contrario, cuando la madre ama, siente que esa fuerza la engrandece y hace crecer a todos aquellos a los que ama, porque el amor es siempre expansivo. No compite con nadie porque enaltece a todos.

Me maravilla esta capacidad de amar de la mujer, de nutrir sin siquiera pensarlo aquello que tiene entre manos: en el útero, compartiendo su propia sangre para que el feto se desarrolle, a continuación alimentando al recién nacido con una leche que fabrica exclusivamente para él y por último apoyándolo hasta el fin de su vida con una mirada que confía de manera incondicional en sus posibilidades.

Me pegunto qué es lo que hace que esta vivencia del amor esté tan alineada con lo femenino. Tal vez la naturaleza tenga parte de la respuesta. Le recuerda mensualmente a la mujer su posibilidad de dar vida. La voluntad femenina no cuenta en absoluto para que cada mes su cuerpo se transforme y ello la obliga a reconocer un poder sobre el que no tiene dominio alguno. A base de vivir esta experiencia una y otra vez, una acaba entrando en la humildad, en la constatación de que no todo depende de sus deseos. El hombre no conoce esta sujeción. Y por ello tiene una sensación de soberanía sobre su físico que hace que le resulte más fácil caer en la ficción de que él controla todo y en la necesidad de perpetuar ese poder. Esta “esclavitud” mensual de la mujer es el mejor antídoto contra la ilusión de control sobre su cuerpo. ¿Cuántas veces ha llegado la regla cuando no lo deseaba? ¿Cuántas otras, no se ha presentado cuando su aparición habría devuelto la calma a una incertidumbre inquietante? El cuerpo femenino tiene unas normas al servicio de la vida, no de sí misma, y funciona al margen de lo que ella quiera. La mujer conoce desde joven la sensación de que  no todo está en su mano y eso le da ventaja a la hora de afrontar la vida tal como se presenta. Y se entrena a confiar desde edad muy temprana. Porque sin confianza no hay amor.

El embarazo ahonda todavía más en la experiencia de humildad y de confianza. El ser humano se va formando sin que la mujer tenga que intervenir para nada. Basta que ella atienda a sus necesidades vitales, y su cuerpo se ocupa de la nueva vida. Sin tomar más decisiones, sin tener que asumir el mando de nada, el proceso sigue adelante. Ella simplemente presta su ser y confía.

Sin duda hay infinidad de procesos que ayudan a constatar, también al hombre, que nuestra intervención no es necesaria para que la vida siga: no necesitamos saber química para que se produzcan un montón de reacciones químicas en nuestro cuerpo, ni siquiera tenemos que desear respirar para que nuestro cuerpo respire, hasta el punto que podemos llegar a experimentar que “somos respirados”. Lo que ocurre es que lo olvidamos y tenemos una necesidad patológica de sentirnos protagonistas de todo. Pero la creación de una vida nueva es mucho más evidente que cualquier otro proceso fisiológico y experimentarlo en carne propia hace que la mujer no pueda olvidarlo. La hace sentirse pequeña y grande a la vez. Pequeña porque se da cuenta de que depende de algo mucho mayor que ella. Y grande, porque lo que ocurre en su cuerpo la trasciende. Para que surja la vida en su interior, no tiene que competir con nadie; tiene que entregarse. Y para que la vida continúe… tiene que seguir entregándose.

Le damos mil vueltas a cómo debería ser el nuevo paradigma y no tenemos más que observar. La naturaleza es clara a la hora de señalar cómo funciona lo importante: Humildad, confianza, dejar fluir, entregarse. Todo ser humano tiene una parte femenina en la que abrevarse de este amor. 
Ya va siendo hora de que apostemos por él y le demos a nuestra historia -personal y colectiva-  el giro que necesita.



Marita Osés, Enero 2016
Coach personal
mos@mentor.es
661631972