19.7.16

El dolor (2): Entra en él para dejarlo atrás




Por paradójico que resulte, para dejar atrás el dolor tengo que entrar sin miedo en él. Puedo intentar –y de hecho, es lo que solemos hacer- esquivarlo, hacer como que no lo siento, distraerlo, ocultarlo, disimularlo…pero con ello no lograré liberarme de él. Dando vueltas a su alrededor, pretendiendo que no lo veo, se quedará ahí. Y mi mente seguirá manteniéndolo hibernado para recordarme que tengo algo pendiente, hasta que haga las paces con él, con aquella parte de mi biografía que aún no he logrado encajar.

Una vez experimentamos dolor, nuestro cerebro lo registra y no es tarea fácil borrar ese archivo, pues no se graba a un nivel consciente. El niño que sintió que era un estorbo para su madre y experimentó su rechazo, llevará en sí esa herida y los rechazos posteriores que le afecten en sus relaciones personales hurgarán sobre esa herida si no ha logrado sanarla. Ya vimos en el post anterior (El dolor (1): tira del hilo) que el primer paso es tomar conciencia de que la herida está ahí. Estar atentos a las señales que nos indican su presencia, aunque esté muy bien oculta. El segundo paso es decidir qué quiero hacer. Cuando tomo conciencia del dolor puedo gestionarlo. Me doy cuenta de que la memoria de esa experiencia dolorosa no sólo quiere protegerme, sino que tal vez me está invitando a ir más allá de lo que me ha sucedido y encontrarle un sentido. Entonces el dolor se convierte en un medio para hacer otra lectura de mi realidad y comprender. Deja de ser un enemigo del que protegerme y se convierte en un aliado que me avisa de algo importante y amplía mi horizonte. Veo cosas que no veía antes y eso enriquece mi vida. Este es un momento decisivo, porque dejo de tener miedo al dolor y por lo tanto él deja de tener poder sobre mí. Puedo mirarle a los ojos y hacerle frente. Y una vez salga de él, podré darle las gracias por haberme ayudado a dar un gran paso.

¿Qué significa entrar en el dolor? Significa: sentirlo con las tripas, darle un espacio y un tiempo, dejar que se exprese con palabras, con gritos o con llanto, con danza, con dibujos, con escritos con lo que cada uno mejor se maneje, para poder atravesarlo y salir de él. Se trata de permitirme experimentarlo, reconocer las sensaciones y reacciones que provoca en mi cuerpo sin querer controlarlas, dejando que fluyan. Eso no es masoquismo, porque no se trata de regodearse en él, sino de reconocer su existencia, encontrarle su sitio y su sentido y así dejar que fluya hacia afuera y deje de condicionarnos desde dentro.

Para ello necesito a mi lado una persona que esté plenamente presente, que escuche sin juzgar, que no se asuste de ser testigo de ese momento, que simplemente acepte que tengo esa necesidad de expresar y que con su aceptación y su confianza, sostenga ese momento. Una vez lo hemos hecho con el apoyo de una persona, podremos hacerlo solos en sucesivas ocasiones. Normalmente no sale todo el dolor que hay en una sola vez. Igual que no lloramos de un tirón la pérdida de un ser querido, sino que necesitamos llorarlo muchos días, así ocurre con todas las demás pérdidas y dolores que jalonan nuestras vidas. El proceso para salir del dolor no es mental, sino todo lo contrario, puesto que el dolor se siente, no se piensa.

Es siempre un acto de valor y como tal nos fortalece y aumenta nuestra confianza.





Reconocer el dolor, comprender cómo se ha gestado, llorarlo, perdonarlo, aceptarlo y salir de él como quien sale de un baño purificador: Ligera, limpia, liberada, decidida.

Ligera porque lo que era carga se convierte en motor.

Limpia de aquel lo que vivía como sombra, porque lo incorporo como luz.

Liberada de la obligación de resistir, lo que me permite empezar a fluir.

Decidida a seguir, gracias a la fuerza que he descubierto en mí.

¿A qué esperas?




Marita Osés

Coach personal

mos@mentor.es

19 Julio 2016


10.7.16

El dolor (1) : Tira del hilo



Una de las preguntas que me he hecho con mayor frecuencia es: ¿por qué tiene que existir el dolor? Con el tiempo, he tenido que convencerme de que ha sido la única forma de aprender ciertas lecciones y de despertar del relativo letargo en el que me acomodaba al poco de entrar en una época de bonanza. Pero aun así, me resistía. ¿Es que no hay otra forma de aprender, de abrir los ojos? Probablemente la haya… en un estado de conciencia superior al que me encuentro actualmente. De momento, pues, tengo que manejarme con el dolor, y, ya que aparece en mi vida, quiero que me sirva para algo.

Si estoy decidida a sacarle el máximo partido he de saber, en primer lugar, qué lo ha originado y distinguir cuándo algo o alguien ha sido un simple detonante y cuando ha constituido una verdadera causa. Si una amiga me planta, y no es la primera vez, el detonante de mi enfado es el plantón y puedo concentrar ahí toda mi furia, pero la verdadera causa de mi dolor es lo que percibo como desinterés por parte de mi amiga o una falta de respeto por mi tiempo, por ejemplo (aunque ella pueda tener motivos que nada tengan que ver con mi percepción).

Parte de nuestro dolor actual hunde sus raíces en nuestros primeros años de vida. Su origen es tan antiguo que llegamos a creer o preferimos creer que ese dolor nunca existió, sobre todo cuando está relacionado con seres muy queridos para nosotros. Puesto que en aquel momento de nuestra vida no disponíamos de herramientas para procesarlo, lo enterramos. La estructura de un niño es demasiado frágil para asumir sin quebrarse la pérdida que significa la muerte de un ser querido, la separación de sus padres, el acoso de un compañero o un sinfín de desventuras que pueden ocurrirle. La gravedad no tiene por qué ser objetiva, sino que depende de la sensibilidad de quien las padece. Dice Brené Brown[i] que el cerebro procesa del mismo modo el rechazo social o la vergüenza que el dolor físico. La vergüenza es muy dolorosa para los niños porque está ineludiblemente vinculada al miedo a no ser queridos. ¿Quién no ha pasado vergüenza en su infancia? El dolor que provocan estos momentos en una edad temprana es excesivo, por lo que nuestro cerebro lo guarda en un lugar recóndito para protegernos de él y permitirnos proseguir nuestro camino. Hasta el punto de que nos olvidamos incluso de que lo habíamos escondido.

Entonces, un malestar, una reacción exagerada, o una conducta que se repite en contra de nuestra voluntad nos señalan que hay algo en nosotros que está distorsionando nuestra vida. Es un resorte que no controlo y del cual solo tomo conciencia una vez se dispara o cuando he de asumir las consecuencias de mi acción o cuando una persona que me conoce me señala que ese aspecto no tiene nada que ver con mi forma de ser. También una dolencia física puede estar avisándome de que algo se enquistó en mi biografía y está condicionando mi vida y mis relaciones. El cuerpo es nuestro aliado y suele gritar lo que la mente lleva acallando, a veces durante años.

La actitud más habitual cuando adoptamos conductas que nos incomodan o que no acabamos de comprender es juzgarse, criticarse y condenarse. La condena provoca más dolor. Si en lugar de condenarnos, nos prestamos atención, nos tratamos con amabilidad y ternura y reconocemos que tal vez haya hechos en nuestro pasado que están poniendo palos en la rueda de nuestro presente, sacaremos provecho al dolor. Así, una mujer que se critica por ser exageradamente desconfiada con su marido y se siente despreciable por ello porque, en realidad, éste no le da motivos, podrá comprenderse y perdonarse si se atreve a entrar en el dolor que le produjo enterarse de la doble vida de su padre cuando era una niña. Un joven que siente que no puede respirar, cada vez que una persona le intenta convencer de que haga algo que él no quiere hacer (un simple vendedor, un amigo que insiste en hacer un plan), y se siente ridículo por ello, puede llegar a aceptar que eso era lo que le sucedía cuando sufrió abusos y que la situación actual no tiene por qué activar la misma reacción, porque él ya no es el niño indefenso que los sufrió, sino un hombre que no solo sabe lo que quiere sino que tiene herramientas para negarse a hacer lo que no quiere.

La conducta o el malestar del que queremos liberarnos siempre nos da una pista para encaminarnos a su origen. Cuando reacciono o me siento de esta manera ¿qué suele suceder antes? ¿Qué tienen en común las situaciones en que se dispara esta conducta determinada o este sentimiento? Una mujer que padecía fuertes dolores abdominales en su trabajo sin que hubiese causa médica aparente, descubrió de esta manera tan sencilla que eso le ocurría cada vez que no decía a su jefe lo que pensaba. Resulta que era la pequeña de tres hermanos varones a los que temía porque siempre la ningunearon. En un ambiente machista cuyas reglas le parecían injustas, pero en el que no se atrevía a rebelarse, cada vez que callaba tenía dolor de barriga.

Cuando tiras del hilo, te das cuenta de que aquello frente a lo que reaccionas en el momento actual es el detonante de tu conducta o estado de ánimo, pero la verdadera causa puede que esté en tu biografía. La causa fue el hecho traumático que en tu infancia te afectó hasta el punto de correr un tupido velo para poder seguir viviendo. Si en aquel momento te sentiste avasallado, abandonado, humillado, perdido, traicionado, avergonzado… y no pudiste salir de ahí, cada vez que una circunstancia o persona te provoque un estado de ánimo o emoción similar, aquel recuerdo se reactivará y hará que actúes no como la persona que eres ahora sino como aquella criatura que fuiste y que quedó anulada por el avasallamiento, el abandono, la humillación, la pérdida, la traición, la vergüenza o lo que fuera que tumbó su confianza en sí misma y en la vida.

Hay que ser valiente para decidirse a coger el toro por los cuernos y explorar el dolor oculto tras las conductas o malestares que nos disgustan. No resulta cómodo ni fácil. Lo que solemos hacer para esquivar el bulto es decir “yo soy así”. En realidad, eres mucho mejor que eso. Sería una lástima que acabaras creyendo que eres así. Si te atreves a abordar ese dolor, dejará de condicionar tu vida. Pero ese es tema para el próximo post.

Marita Osés, Junio 2016

Coach personal

mos@mentor.es






[i] Brené Brown, El poder de ser vulnerable. Ed Urano, 2016