28.12.17

Romper el molde mental para descubrir lo real



Me ha sucedido con cierta frecuencia: La descripción que me facilitan los padres de un hijo o hija que creen que necesita ayuda no suele coincidir con el ser que yo descubro después cuando iniciamos el proceso de coaching. Y no es que me cuenten mentiras. Todo lo que me explican es cierto, pues el/la joven me lo confirman durante las sesiones. Pero a lo largo de ellas, tengo acceso a una parte de los hijos que los padres no conocen. Los propios jóvenes se sorprenden de sí mismos. ¿Cuál es el secreto? Que yo no he vivido esas historias. Que mi cerebro está limpio de condicionamientos, de expectativas y de prejuicios, y sobre todo de dolor. Y por ello está abierto a percibir cualquier cosa encaje o no en el relato que me hacen de su situación. Padres e hijos están tan condicionados por el sufrimiento que les han acarreado las dificultades académicas, sociales, de salud o de otro tipo durante años que se han quedado con la foto fija derivada de esa historia. Son experiencias muy dolorosas que merman las fuerzas y la confianza de unos y otros y van aumentando la preocupación de los adultos frente al futuro de los jóvenes. En el intento lógico de evitar malos momentos al niño/a le “solucionaron” la vida más de una vez, como para compensar los malos ratos que le tocó vivir. En realidad, lo que necesitan estos jóvenes para alimentar su baja autoestima es realizar algo de lo que sentirse orgullosos y que les haga sentir: Yo puedo o bien, Soy suficiente. Necesitan atreverse a ser como son, descubrir que no son como creían, y experimentar satisfacción por ello. Empezar a ser quienes han venido a ser a este mundo, libres de las etiquetas que les han endilgado. En lugar de eso, lo que suelen hacer al final del día es un recuento de los intentos fallidos o de los errores que han cometido…que sus padres intentan suavizar cuando pueden, en su ánimo de paliar la frustración de sus hijos.

Conclusión: Unos y otros se convencen cada vez más de las limitaciones del joven porque ambos tienen puesto el foco en ellas. Puede que sean ciertas, pero no son toda la verdad. Cuando completamos el cuadro con todo lo positivo que hemos ido descubriendo en las sesiones, la persona se siente más válida. ES más válida de lo que nunca había creído. Lo que ocurría es que la etiqueta “soy limitado”, “soy raro”, “no doy la talla” no le permitía ver que, más allá de sus dificultades personales, hay una esencia única que le hace ser quien es, que le hace valioso. Es más, la persona descubre, que precisamente gracias a esas dificultades que ha tenido que superar, cuenta con una reserva de recursos de resiliencia, fortaleza, valentía y sabiduría que sus compañeros más “normales” [1] no tienen. Me encuentro con seres de una sensibilidad exquisita, lúcidos, sinceros, intuitivos, con un fuerte sentido de la justicia, y compasivos a pesar de las tremendas heridas que llevan todavía sin cerrar (bastantes han padecido acoso escolar).

Ya sabemos que el cerebro busca o capta lo que ya sabe (o lo que piensa que sabe). Hasta que la realidad no coincide con lo que hay en su mente, no encuentra nada más. Así pues, cuando creemos que algo no existe, no lo vemos. Pero la esperanza está siempre mucho más allá de la idea mental que nos hemos hecho del otro, tan condicionada por el pasado que hemos vivido con esta persona. Esa idea contamina el presente. Lo mental y lo real no tienen nada que ver. La realidad es mucho más amplia, rica, y preñada de posibilidades que lo que nuestro cerebro es capaz de percibir.  Contrariamente a lo que nos enseñaron (“Pienso, luego existo”) , lo real solo se percibe con el corazón. Lo que pienso del que tengo delante (y lo que pienso de mí) es una invención. Por eso es importante tener fe en el otro (aun en contra de lo que me dicta mi cerebro): porque te invita a buscar donde parece que no hay. Porque te hace receptivo a aspectos propios y ajenos que tus condicionantes y tus miedos no te permiten ver. Los hijos suelen verse con los ojos de los padres y se frustran cuando los padres no ven sus avances porque se han quedado en una foto fija del pasado. Su evolución entonces se hace más difícil porque los padres –atenazados por el miedo y la preocupación- no son capaces de percibirla. Esto ocurre igualmente con las parejas, los amigos, los hermanos: Muchas veces la persona evoluciona y los de su alrededor se quedan anclados en la idea que tenían de ellos.

Por eso es bueno en esta época de buenos propósitos abrir el foco para percibir aspectos positivos, luminosos, amorosos de los seres que nos rodean, que todavía no hemos descubierto, seguramente porque contradirían la idea que mi cerebro se ha forjado. Están ahí, deseosos de nacer. En esta Navidad, no dejes que tu visión estrecha limite tu crecimiento y el de los demás. Permitamos que nazca nuestra luz, más allá de todas nuestras sombras.

¡Feliz encuentro con nuestra verdad más amplia en 2018!

Diciembre 2017

Marita Osés








[1] (Que alguien me diga, por favor, qué es ser “normal”. Según cuál sea la definición, ¿no es preferible no serlo?)

26.9.17

No le robes el placer de conquistar su autonomía

Me impacta en lo más hondo un vídeo que recibo en el móvil. En él, una niña de unos 4 años sube y baja por un tobogán varias veces. Mientras tanto, un niño un poco más pequeño está en el suelo delante de las escaleras del tobogán. No tiene brazos, ni piernas, ni pies, ni manos. Es un torso minúsculo coronado por una cabecita sonriente. Mientras él intenta subir el primer peldaño, la cría pasa por encima de él una y otra vez. El niño, por su parte, apoya la barbilla en el escalón, acerca el torso a saltitos hasta que con los muñones de sus hombros sube al siguiente peldaño y luego se impulsa con el resto del cuerpo. En un primer momento, cuando lo ves en el suelo delante del primer escalón, no entiendes muy bien qué hace allí y te preguntas si la niña le echará una mano. Pero la niña va a su aire. Parece aceptar con toda naturalidad que el niño necesite diez veces más tiempo que ella para subir cada escalón. De hecho, ella solo está allí para mostrarnos la pauta de la “normalidad”: tirarse por el tobogán como si nada.

Entonces te das cuenta de que el mensaje del vídeo no es de solidaridad, sino de coraje. El niño sabe lo que quiere y va a por ello con los elementos que tiene a su alcance: su barbilla, sus muñones, la fuerza de su columna vertebral reptando y, por encima de todo, las ganas de experimentar la inmensa dicha de deslizarse tobogán abajo y la satisfacción de haberse ganado a pulso ese placer. La sonrisa de felicidad que se dibuja en su rostro al final del vídeo es impagable.

Me conmueve y me admira su grandeza de espíritu y la lección que nos da:

No se auto compadece, ni se compara con la niña, lamentándose de que no tiene lo necesario para llegar a donde quiere llegar. Usa lo que tiene con ilusión y creatividad. La envidia, el sentirse inferior o víctima de sus circunstancias lo habrían paralizado y amargado. La rabia, tal vez le habría llevado a obstruir el paso de la niña para que tampoco ella pudiese gozar del tobogán. Pero no, él no se distrae de su objetivo con estos pensamientos, él no mira a su alrededor en busca de culpables, como hacemos tantas veces en la adversidad; él se ocupa de sí mismo y pone todo su empeño en lograr lo que anhela.

Miento. En dos momentos del vídeo el niño sí mira a su alrededor y sonríe a la cámara. Y ahí te das cuenta del secreto: Detrás de la cámara que lo está filmando hay un adulto que lo ama con mayúsculas, es decir, con inteligencia y sin condiciones. El verdadero amor es todo menos romántico. Es, ante todo, voluntad inquebrantable de que el otro SEA en plenitud.

Cuando reenvié este video hubo básicamente dos reacciones: “pobrecito” o bien, “vaya campeón”. ¿Qué necesita más este niño de nosotros? ¿Lástima o admiración? Lo que está animando el esfuerzo titánico de esta criatura inmensa es la mirada de confianza y admiración de sus padres. Ellos son los segundos héroes de este video aunque no aparezcan. En primer lugar, porque nunca le dijeron: “Un niño sin manos y sin pies, sin brazos y sin piernas no puede subir a un tobogán, cariño.” Esa frase no es más que una creencia, un pensamiento lógico. Pero el espíritu humano es capaz de romper toda lógica. (Me horrorizo pensando que tal vez yo lo habría dicho, pensando que así le ayudaba a mi hijo a “afrontar su dura realidad”). Estamos paralizados por un sinfín de pensamientos como éste. Pensamientos que nos hacen pigmeos pudiendo ser gigantes.

Sus padres tampoco cedieron al impuso de levantarlo del suelo y colocarlo en lo alto del tobogán para darle (o darse) ese gusto. Se tragaron la frustración y seguramente las lágrimas de impotencia, y dejaron que fuese el niño quien decidiese si podía o no. Esa fue una espera terrible pero fecunda. Una paciencia preñada de fe es imprescindible para que crezcamos. Y le vieron esforzarse, tal vez se abrió alguna brecha en la barbilla o en la frente en el intento. Me comenta otra persona: “Qué difícil para la madre limitarse a mirar”. Lo que hace la madre es mucho más que mirar. Es confiar. Es alimentar con su mirada el potencial de su hijo, sea cual sea el precio que tenga que pagar. Es dar un paso atrás para que el niño de un paso al frente por sí solo. Para que se sienta orgulloso de sí mismo y no dependa de ella. Qué agradable resulta solucionar la vida a los demás, sentir que gracias a ti están contentos u obtienen lo que desean. Pero cuántas veces les robamos así la oportunidad de sentirse orgullosos de sus pequeñas (o grandes) hazañas. Obtenemos su gratitud… y su dependencia. Amar de verdad significa renunciar de entrada a que te necesiten y ayudarles a descubrir todos los recursos que tienen para ser autónomos. Y libres.

Y que cuando miren atrás no se sientan en deuda contigo por “todo lo que has hecho por ellos”, sino simplemente agradecidos por haberles permitido ser quienes son y desplegarse al máximo sin haber interferido.

Marita Osés
Septiembre 2017
Por favor, envía tus comentarios a mos@mentor.es

19.9.17

CALLAR(se) PARA CONOCER(se)


Hemos oído muchas veces: “Dime lo que haces y te diré quién eres.“
Depende. 

Podemos pasarnos la vida desempeñando un rol sin ser conscientes de ello. Representando a alguien que tiene que ver más con lo que se esperaba de nosotros que con la forma en que nuestra esencia habría querido plasmarse.

Hace ya varios años que empiezo mis vacaciones con un retiro de silencio. Una semana para que reposen todas las vivencias del curso y para que, una vez acallado el ruido de lo aparente, lo esencial encuentre su espacio. Entonces recuerdo quien soy, más allá de lo que hago.

¿Quién soy?, la pregunta del millón. Y una muy adecuada para inaugurar el mes de septiembre con el reto de descubrirlo a lo largo del año, o de seguir ampliando lo que ya he descubierto en etapas anteriores.

Cada vez que me siento a meditar, me digo que no tengo nada que conseguir, porque así voy a ello sin expectativas, sin objetivos, con el único propósito de que la meditación surja en mí, al igual que surge la respiración sin que yo tenga que ordenar a mis pulmones: inspirad, exhalad. Con el tiempo, tengo que reconocer que ha servido para des-identificarme con todo lo que no soy (aunque llevase años creyéndome que era esa) y vislumbrar mi verdadera identidad. Al pasar de un estado mental (en el que dominan mis pensamientos) a un estado de presencia (en el que solo hay atención/contemplación) conecto con algo nuevo. Algo que en el frenesí o en la rutina del día a día se me escapa. En ese momento, meditar pasa a ser simplemente descansar en la pura experiencia de ser (Ken Wilber). No es que yo medite, sino que, por decirlo de alguna manera, algo medita en mí, se me regala, igual que algo respira en mi sin que, las más veces, yo sea consciente de ello. Resulta que “eso” que me parece nuevo, ya estaba dentro cuando nací, pero yo no había reparado en ello. “Eso” que soy no hace ningún esfuerzo, y sin embargo se entera de todo.

Una de las prácticas meditativas que más me ayudó este verano a dar este salto es la llamada rueda de la conciencia porque facilita esa desidentificación. Es decir, permite reconocer que no eres lo que piensas, ni lo que sientes, ni lo que te ocurre, ni el yo con el que tu mente se ha identificado. Consiste en imaginar que eres una rueda de bicicleta: un eje central y una llanta. En la llanta están tus cinco sentidos que introducen en tu mente el mundo exterior. Están también tu cuerpo, tus pensamientos, tus emociones y tu realidad externa. La llanta se mueve continuamente, pero tú estás en el centro, y te limitas a observar todo lo que hay y lo que ocurre en la llanta, pero no te identificas con nada de eso. Toda la práctica está encaminada a mantener la distancia con la llanta de manera que en algún momento experimentas: no soy mis pensamientos, no soy mis emociones o sentimientos, no soy mi cuerpo, no soy lo que hago. Se trata de volver una y otra vez  al centro de la rueda, al testigo que observa todo eso sin juzgarlo, para caer en la cuenta finalmente de que tú eres ese testigo, esa consciencia.

No negaré un cierto vértigo, un punto de ansiedad cuando constatas que no eres quien creías ser, pero eso ocurre cuando te sales del centro. En el centro, solo hay tranquilidad y sosiego. Descanso.

En las sesiones de coaching muchas personas manifiestan estar hartas de sí mismas, enfadadas, aburridas o decepcionadas. La buena noticia es que no es de sí mismas de quien están cansadas, sino de su personaje: Ese ser con el que se han identificado y que ha acabado por ahogar a su esencia hasta el punto de que ya ni la recuerdan. Es el primer paso para descubrir quiénes son en realidad. El segundo es atreverse a obrar en consecuencia, soltando las inercias que las han mantenido alejadas de su verdadera identidad. En el silencio también desenmascaras esas inercias y después eres capaz de actuar de otra forma en tu día a día.

Marita Osés



Septiembre 2017

22.6.17

Mensaje a los suscriptores de Atrevetecaminadisfruta

Como veis por el título, esto no es un post más. Es un mensaje que escribo a raíz de darme cuenta de que algunos de vosotros me habéis enviado vuestros comentarios, haciendo un "responder"al email que os llega cuando cuelgo un post en el blog Atrévetecaminadisfruta. Esa dirección de correo es solo de envío, no de recepción, por lo tanto lo que escribáis como respuesta no me llega nunca.
Así pues, mis disculpas a los que enviasteis algún comentario y no recibisteis ninguna señal por mi parte. Nunca me llegó.
Me encanta leer la reacción a mis reflexiones, y me ayuda un montón, por lo que os ruego que si queréis enviar algún comentario lo hagáis a mi correo (mos@mentor.es), a fb o los escribáis en la casilla de comentarios que aparece debajo del post en mi blog.
Gracias por estar ahí y leerme. Sin vosotros, todo esto no tiene ningún sentido.

Un abrazo
Marita

5.6.17

¿Cómo vas a valorarte si ni siquiera te ves?





Veo, veo… ¿Qué ves?

Lo que veo, todo saca un 10.

¿Y tú, te ves?

¿Quién, yo? No sé dónde tengo la cabeza ni por donde van mis pies.




Ahora en serio. ¿Te ves? No sólo en el espejo, que también. ¿Tienes claro quién eres? Tu perfil, tu huella, tu hacer, tu talento, tu forma de materializarte. ¿Sabes de qué manera incides en el mundo y en las personas? ¿Sabes cómo te relacionas contigo?¿O eres testigo de todo y de todos menos de ti?

Si solo miro hacia afuera, soy observador de las vidas de otros y a veces me pierdo en ellas hasta olvidarme de mí. Si alguna vez me miro, suele ser para compararme y quedar deslumbrada con los talentos, los éxitos y los resultados de los que me rodean. Mi ego entonces se lamenta, o peor aún, se avergüenza, de las cualidades que no tengo, los objetivos que no he conseguido o los fracasos que he cosechado. Así, voy construyendo una imagen distorsionada de mí. Tomo solo conciencia de mis carencias y errores y dejo de registrar lo que sí he hecho, porque lo doy por sentado. Y al final lo olvido. No cuenta. No existe. ¿Cómo vas a tomar consciencia de que existes si no registras las señales que te lo demuestran? Te has acostumbrado a distraerte de ti mirando la vida de los otros y saltas de sus logros a tus carencias. Estas comprando así todos los números para llegar a la conclusión de que no vales. O no eres suficiente. No te valoras, en primer lugar, porque ni siquiera te ves.

Por paradójico que parezca, para vernos de verdad hay que cerrar los ojos. Sentirse. Tomar conciencia. Ir más allá de lo visible, para percibir nuestra parte invisible.

Para “verme” he de tomar nota de lo que soy y hago a lo largo del día. Me refiero, literalmente, a escribirlo en un papel. Al final de la semana, lees todo lo que has escrito: “He sido comprensiva con mi madre”. “Eficiente en el despacho, generosa con mi hijo, innovadora en la cocina.” “Simpática con el taxista.”“Asertiva con un energúmeno y como yo me he colocado, lo he puesto en su lugar”. “Colaboradora con el equipo…”, y entonces puedes construir tu imagen a partir de la realidad concreta, no de los juicios dictados por tu ego o por los que te rodean. Cada día despliegas montones de matices de lo que eres sin apenas enterarte porque lo haces inconscientemente. Ya va siendo hora de que lo registres si quieres saber quién eres. Y luego está, todo lo que haces: en este apartado, no se trata solo de anotar el cumplimiento de tus obligaciones, o responsabilidades. También el de tus deseos. Puesto que los deseos nos definen, apuntar qué he hecho por mí al cabo del día me sirve para recordarme quién soy. De lo contrario, solo existo en función de los demás.

En uno de sus artículos José Antonio Marina nos recuerda que el bebé sólo necesita una cosa: bienestar (comida, bebida, calor, protección). Pero cuando llega más o menos a los dos años, pronuncia las palabras que nos revelan su verdadera naturaleza. Le dice a su madre: “¡Mamá, mira lo que hago!” No pide nada material. Le pide atención y reconocimiento. Necesita sentirse orgulloso de algo. Los adultos lo seguimos necesitando.  Así que en nuestra lista, aparte de las cosas que nos den puro bienestar, podríamos anotar aquello que al hacerlo nos hace sentir bien porque nos genera un sentimiento de orgullo, de logro, de avance o de contribución.

Si no te ves, acabas borrándote del mapa sin darte cuenta y vives pendiente de cómo te ven los de afuera. Dependes de la mirada ajena y por lo tanto eres susceptible de ser manipulado por ella. El otro te devuelve una imagen condicionada por sus necesidades y expectativas y por su escala de valores. Si tú no consigues verte de otra manera, te quedarás con esa idea distorsionada de ti, que tiene que ver mucho más con la persona que la ha elaborado que contigo.

Las primeras personas que me hacen de espejo son mis padres (y aquellas que se ocuparon de mí durante la infancia). Los adultos proyectan en los niños sus frustraciones, sus expectativas y su manera de amar. Nos etiquetan por partida doble: nos dicen cómo creen que somos –desde sus filtros- y cómo tenemos que ser. Y muchas veces nos perdemos queriendo ser fieles a esa etiqueta. Eso que nos han inculcado que seamos es el principal obstáculo para reconocer lo que realmente somos. Es decir, la idea de mí que complacería a mis padres es el principal obstáculo que se interpone entre yo y mi esencia. Puesto que dependo del amor y el reconocimiento de ellos para sobrevivir, siento la necesidad de ser fiel a esa imagen hasta que se adueña de mí y me dicta mentalmente cómo tengo que comportarme. Cada vez que le hago caso y no me siento identificada con esa conducta que he manifestado, estoy siendo el personaje que inventé para conseguir la aprobación de los míos y para sobrevivir en el ambiente que me tocó crecer. Estoy siendo fiel a la imagen creada por otros en lugar de ser fiel a mi esencia. Y por lo tanto, me voy desconectando de ella. Cuanto más me alejo de mi esencia más me desconecto de mi energía vital.

En muchas ocasiones, lo que se interpone entre ti y tú misma para que no te veas son las preocupaciones, problemas, obligaciones…. En lugar de sentir que soy más de lo que me está pasando, me identifico con ello, y mi vida entera es esa inquietud, ese problema, ese deber por cumplir. Mi persona acaba desapareciendo, disuelta en supuesta la gravedad de lo que ocurre. Esa identificación es una forma de huir de mí, de no querer verme, de ignorar mi responsabilidad más elemental que es hacerme cargo de mí misma sin esperar a que nadie más lo haga. Cuando tomo las riendas de mi vida, veo al cochero, veo al carruaje, veo a los caballos. El dueño del carruaje no se ve, porque va dentro, pero sé sin lugar a dudas que soy yo.

Marita Osés

mos@mentor.es


Junio 2017

9.4.17

¿Respiro?



Respiro


¿Respiro?


Alguien me respira.

Respiro ternura cuando acuno a un bebé.

Soy ternura.

Respiro confianza en el ser humano cuando trabajo.

Soy confianza.

Respiro el cariño y la dulzura de Nacho cuando se acerca, me toma la cara entre sus manos y me dice cosas bonitas antes de besarme.

Soy dulzura y cariño.

Respiro dolor e impotencia cuando veo sufrir a mi hijo.

Soy dolor e impotencia.

Respiro furia y disgusto cuando me miente.

Respiro indignación cuando quiere paliar su dolor de formas autodestructivas.

Respiro compasión cuando abre su corazón y se perdona.

Respiro gozo al ver a mi otro hijo alzar el vuelo en la dirección anhelada.

Soy gozo y risa.

Respiro confianza en él y en la vida al comprobar su camino recorrido y el mío.

Respiro satisfacción cuando siento que he podido echar una mano, por pequeña que sea.

Respiro unión entre mis hermanos y alegría de estar juntos y poder contar los unos con los otros.

Respiro cansancio cuando recibo más peticiones de las que puedo atender.

Respiro gratitud inmensa cuando me atiendo y escucho mis necesidades y deseos.

Respiro paz cuando me dedico un rato de buena mañana.

Respiro bienestar después de estirar el cuerpo y movilizar todas mis articulaciones.

Respiro admiración cuando veo los progresos de las personas del grupo de duelo.

Respiro optimismo cuando hago la sesión de coaching con los maestros de escuela.

Respiro decepción cuando mis hijos no responden a unos mínimos.

Respiro belleza cuando paseo por el parque, descubro la arquitectura de mi ciudad o me encandilan los ojos de alguien.

Respiro grandeza cuando las personas me dejan entrar en su corazón y comparto la mía. Y descubro que lo que compartimos es nuestra divinidad.

Respiro paz cuando perdono, asombro cuando contemplo, ternura cuando escucho, magia cuando toco, éxtasis cuando huelo, sonrisa cuando siento.

Respiro ligereza cuando estoy con El.

Respiro luz cuando lo escucho.

Respiro Amor cuando lo siento.

Alguien respira Amor en mí.

Alguien me respira, por eso puedo respirar.

Alguien me ama, por eso puedo amar.

Marita Osés

8 abril 2017



27.2.17

EL MIEDO A LA SOLEDAD O DISFRUTAR DE LA PROPIA COMPAÑÍA




A un amigo mío le preocupa que sus hijos se queden a vivir en el extranjero y no estén a su lado cuando él sea anciano. Muy alegremente le contesto, “pues si no vienen ellos, ya iremos nosotros a visitarlos”. Me recuerda entonces que a una cierta edad es muy posible que tengamos la movilidad reducida y una pérdida de autonomía en muchos aspectos. “Lo único que te hace ilusión entonces es que vengan a verte tus hijos con la mayor frecuencia posible y que te cuiden”. Se me ocurren otras cosas que me harán ilusión aparte de ver a mis hijos: leer, escribir, bailar, pasear, estar con mi pareja y mis amigos, recordar, contemplar. Si aún estoy viva cuando ya no pueda hacer nada de todo esto, creeré que sigo ahí para a aprender a recibir sin poder dar nada a cambio y para darles a otros la oportunidad de dar sin recibir. Al fin y al cabo, a eso venimos, a AMAR y SER AMADOS.

En realidad, no se trata tanto de lo que puedes hacer o no a una edad determinada, sino de cómo estás contigo mismo. Una de las grandes tareas del ser humano, que muchas personas dejan pendiente, es la descubrir quién es y disfrutar de la propia compañía, antes que de la de nadie. Saber estar solo y disfrutarlo. Aprender a estar con uno mismo, descubrir el tesoro que llevamos dentro y sentir gratitud por lo que somos y por lo que hemos vivido, sea lo que sea, y poder recordarlo con una sonrisa. Acoger nuestro proceso vital con ternura y agradecerlo, poder recordarlo con amor, porque has perdonado y te has perdonado. Eso supone una actitud determinada: en lugar de mirar hacia afuera y ver lo que me pueden aportar los demás para enriquecer mi vida o aliviar mi soledad, alimentar una vida interior y fraguarla a lo largo de todo mi trayecto vital.

¿Dónde está lo que da sentido a tu vida: dentro o fuera de ti?

Si el sentido de nuestra vida son los hijos, es comprensible que su ausencia nos provoque una angustia y una soledad insoportables.

Si el sentido de la vida es lo que haces, cuando dejes de ser eficiente o útil te retirarás del ruedo con sensación de estorbar. Eso significará que no has descubierto el poder de tu presencia. Cada persona irradia una u otra cosa, según alimente unos u otros aspectos de sí misma. Todos conocemos a alguien a cuyo lado quisiéramos estar siempre, o cuya compañía buscamos en un momento determinado, por la paz, la alegría, el entusiasmo o lo que sea que transmita esa persona, sin que sea necesario que haga nada en concreto. Es algo que va con ella y que expresa sin palabras lo que es y ha sido su vida. Tiene que ver, sobre todo, con su actitud que, a su vez, depende de la relación que ha ido forjando esta persona consigo misma.

Tu bienestar en tu vejez también depende de cómo te has relacionado contigo, porque eso determina cómo afrontas la realidad. Si te has peleado con la vida, seguirás peleándote. Si te has pasado los días exigiéndote y exigiendo, seguirás haciéndolo y sentirás una gran frustración en el momento en que no puedas satisfacer tus propias demandas, ni siquiera forzando al máximo tus posibilidades. Si has aprendido a aceptar con paciencia y comprensión tus propias limitaciones cuando eres joven, tendrás el trabajo hecho en la vejez. Y aceptarás más fácilmente también las de tus hijos, incluso las que les impiden estar a tu lado tanto como tú desearías. Amar de verdad a los hijos es comprender sus limitaciones.



No creo que nuestro poder personal resida en la capacidad de hacer, de tener un impacto en el mundo. Más bien se pone a prueba en relación con nosotros mismos: se mide por la habilidad de decidir nuestro estado de ánimo, independientemente de lo que piensen, digan o hagan las personas que nos rodean, incluidos nuestros hijos. Eso es la libertad personal. Ahí es donde nos jugamos la sensación de plenitud o de vacío al final de nuestros días. Poder decir: “Yo soy la dueña de mi sonrisa porque he conseguido ser la dueña de mi vida”, sin cargar a nadie más la responsabilidad de hacerme sonreír. Sonrío porque amo. Sonrío porque me amo. Por paradójico que parezca, el amor a mí misma es el acto más generoso que se me ocurre para liberar a los demás de la obligación de hacerme feliz. De esta manera, si nuestros hijos están cerca de nosotros y nos cuidan amorosamente en nuestra vejez, seguirán enriqueciéndose con nuestra presencia en lugar de sentir que somos un pozo de necesidad sin fondo. Porque hay una parte de nosotros que ni la pareja, ni los hijos ni la misión que hayas elegido puede llenar. Hay una parte de ti, que solo puedes llenar tú.

Marita Osés

Febrero 2017