27.2.17

EL MIEDO A LA SOLEDAD O DISFRUTAR DE LA PROPIA COMPAÑÍA




A un amigo mío le preocupa que sus hijos se queden a vivir en el extranjero y no estén a su lado cuando él sea anciano. Muy alegremente le contesto, “pues si no vienen ellos, ya iremos nosotros a visitarlos”. Me recuerda entonces que a una cierta edad es muy posible que tengamos la movilidad reducida y una pérdida de autonomía en muchos aspectos. “Lo único que te hace ilusión entonces es que vengan a verte tus hijos con la mayor frecuencia posible y que te cuiden”. Se me ocurren otras cosas que me harán ilusión aparte de ver a mis hijos: leer, escribir, bailar, pasear, estar con mi pareja y mis amigos, recordar, contemplar. Si aún estoy viva cuando ya no pueda hacer nada de todo esto, creeré que sigo ahí para a aprender a recibir sin poder dar nada a cambio y para darles a otros la oportunidad de dar sin recibir. Al fin y al cabo, a eso venimos, a AMAR y SER AMADOS.

En realidad, no se trata tanto de lo que puedes hacer o no a una edad determinada, sino de cómo estás contigo mismo. Una de las grandes tareas del ser humano, que muchas personas dejan pendiente, es la descubrir quién es y disfrutar de la propia compañía, antes que de la de nadie. Saber estar solo y disfrutarlo. Aprender a estar con uno mismo, descubrir el tesoro que llevamos dentro y sentir gratitud por lo que somos y por lo que hemos vivido, sea lo que sea, y poder recordarlo con una sonrisa. Acoger nuestro proceso vital con ternura y agradecerlo, poder recordarlo con amor, porque has perdonado y te has perdonado. Eso supone una actitud determinada: en lugar de mirar hacia afuera y ver lo que me pueden aportar los demás para enriquecer mi vida o aliviar mi soledad, alimentar una vida interior y fraguarla a lo largo de todo mi trayecto vital.

¿Dónde está lo que da sentido a tu vida: dentro o fuera de ti?

Si el sentido de nuestra vida son los hijos, es comprensible que su ausencia nos provoque una angustia y una soledad insoportables.

Si el sentido de la vida es lo que haces, cuando dejes de ser eficiente o útil te retirarás del ruedo con sensación de estorbar. Eso significará que no has descubierto el poder de tu presencia. Cada persona irradia una u otra cosa, según alimente unos u otros aspectos de sí misma. Todos conocemos a alguien a cuyo lado quisiéramos estar siempre, o cuya compañía buscamos en un momento determinado, por la paz, la alegría, el entusiasmo o lo que sea que transmita esa persona, sin que sea necesario que haga nada en concreto. Es algo que va con ella y que expresa sin palabras lo que es y ha sido su vida. Tiene que ver, sobre todo, con su actitud que, a su vez, depende de la relación que ha ido forjando esta persona consigo misma.

Tu bienestar en tu vejez también depende de cómo te has relacionado contigo, porque eso determina cómo afrontas la realidad. Si te has peleado con la vida, seguirás peleándote. Si te has pasado los días exigiéndote y exigiendo, seguirás haciéndolo y sentirás una gran frustración en el momento en que no puedas satisfacer tus propias demandas, ni siquiera forzando al máximo tus posibilidades. Si has aprendido a aceptar con paciencia y comprensión tus propias limitaciones cuando eres joven, tendrás el trabajo hecho en la vejez. Y aceptarás más fácilmente también las de tus hijos, incluso las que les impiden estar a tu lado tanto como tú desearías. Amar de verdad a los hijos es comprender sus limitaciones.



No creo que nuestro poder personal resida en la capacidad de hacer, de tener un impacto en el mundo. Más bien se pone a prueba en relación con nosotros mismos: se mide por la habilidad de decidir nuestro estado de ánimo, independientemente de lo que piensen, digan o hagan las personas que nos rodean, incluidos nuestros hijos. Eso es la libertad personal. Ahí es donde nos jugamos la sensación de plenitud o de vacío al final de nuestros días. Poder decir: “Yo soy la dueña de mi sonrisa porque he conseguido ser la dueña de mi vida”, sin cargar a nadie más la responsabilidad de hacerme sonreír. Sonrío porque amo. Sonrío porque me amo. Por paradójico que parezca, el amor a mí misma es el acto más generoso que se me ocurre para liberar a los demás de la obligación de hacerme feliz. De esta manera, si nuestros hijos están cerca de nosotros y nos cuidan amorosamente en nuestra vejez, seguirán enriqueciéndose con nuestra presencia en lugar de sentir que somos un pozo de necesidad sin fondo. Porque hay una parte de nosotros que ni la pareja, ni los hijos ni la misión que hayas elegido puede llenar. Hay una parte de ti, que solo puedes llenar tú.

Marita Osés

Febrero 2017